Ana, reina de Inglaterra, murió a los 49 años a principios del siglo XVIII. Había tenido 18 embarazos, ninguno de sus hijos vivió lo suficiente para acompañarla a morir. Victoria, reina de Inglaterra, tuvo 9 hijos a mediados del siglo 19, todos llegaron a la edad adulta. Isabel, la “Reina Madre”, vivió 102 años, todo el siglo 20 y tuvo dos hijas, Isabel II y la princesa Margarita. La reina Ana representa la extrema vulnerabilidad de la vida hasta hace solo 300 años, aún para alguien con sus privilegios. Victoria representa la caída abrupta de la mortalidad infantil todavía con un alto número de hijos, o sea la explosión demográfica. La Reina Madre representa la caída también súbita de los embarazos y el envejecimiento de la población. Las tres se anticiparon a lo que fue sucediendo en toda Inglaterra; y a lo que se replicó en Francia, Alemania, Japón, Argentina y Rusia en el siglo 19 y en docenas de países más en el siglo 20.

John Morland en su libro La marea humana, señala que una mezcla de avances desde acceso al agua limpia y el de las mujeres a la educación, hasta la ciencia aplicada a los embarazos y partos, salud y vivienda, fueron el corolario demográfico de la revolución industrial. Demoramos 200 mil años en llegar a mil millones de habitantes y en solo 200 años más pasamos a 8 mil millones. La principal variable fue la caída en el número de niños que morían en sus primeros años, que tuvo un rápido impacto en el aumento de la vida esperada al nacer. Ilustremos el punto con el caso de Corea del Sur: Hace 100 años 3 de cada 10 niños morían antes de cumplir un año. Si suponemos que los otros 7 vivieran 70 años, el promedio de vida esperada al nacer era de 49 años. Hoy mueren 3 recién nacidos de cada mil. Si suponemos que los otros 997 vivieran los mismos 70 años, el promedio de la esperanza de vida al nacer sería 69,8 años, un salto de casi 21 años. Gracias a avances adicionales hoy llega a 84 años.

Al traslaparse el crecimiento poblacional con despegue económico se genera el llamado “bono demográfico” que puede durar unas pocas generaciones, durante las cuales disminuye el número de hijos sin que la población haya envejecido mucho. Con menos niños y ancianos dependientes se facilita el ahorro que financia la inversión, ésta el crecimiento económico, el cual a su turno fondea la seguridad social. En la próxima columna veremos por qué a Colombia le queda sólo una generación para ser un país de ingreso alto antes de volverse un país de viejos.

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