Pocas palabras suenan tan suaves al oído y tan duras al alma como “pusilánime”. Su raíz latina —pusillus animus, alma pequeña— no alude al tamaño físico, sino al coraje moral. El pusilánime es quien, pudiendo hablar, calla; quien, pudiendo actuar, duda. Es una cobardía elegante, disfrazada de prudencia, que se refugia en la neutralidad justo cuando más se necesita tomar posición.
Y esa cobardía no es abstracta. Se manifiesta con nitidez en la vida política colombiana, donde la corrupción ya no escandaliza ni moviliza. No porque haya desaparecido, sino porque ahora la cometen “los nuestros”. Si el escándalo afecta al adversario, se condena con fuerza; si salpica al aliado, se excusa, se calla, se justifica. En esa lógica torcida, la ética se vuelve selectiva y el silencio, complicidad.
Hoy ya vivimos las consecuencias de haber callado antes. La pusilanimidad frente a gobiernos que saquearon lo público no ha dejado una herencia amarga: desconfianza, desigualdad, pobreza estructural. Y esa misma falta de coraje permitió que un nuevo liderazgo, con promesas de transformación, llegara al poder. Ilusionó con renovación, pero ha repetido, y en algunos casos agravado, los mismos vicios de quienes prometió combatir.
Unos y otros se roban el dinero de la salud: el que crea y sostiene hospitales, compra medicamentos, salva vidas. También se apropian de los recursos destinados a la niñez, al agua potable, a la educación. Y, sin embargo, no hay voces firmes, no hay movilización, no hay indignación sostenida. Solo cálculo. Solo conveniencia. Una pasividad estratégica que responde a una lógica perversa: si el corrupto habla como yo, vota como yo y representa lo que creo, entonces lo que más me conviene… es callar.
Pero lo que hoy se tolera por conveniencia política, mañana se convierte en ruina moral. Un país, un departamento o una ciudad que justifica el saqueo por lealtad termina atrapado en un ciclo de abuso. García Márquez, en su discurso del Nobel, nos lo advirtió: en América Latina no basta con sobrevivir al absurdo; hay que entenderlo y tener el coraje de resistirlo.
Esa resistencia no siempre se expresa con pancartas ni consignas. A veces comienza con un simple “yo no”, como el que relata Joachim Fest en su autobiografía. Frente al ascenso del nazismo, su gesto fue negarse: no colaborar, no adaptarse, no justificar. Su padre le enseñó que la conciencia se defiende incluso cuando todos aplauden. Porque el aplauso colectivo no borra la indecencia; solo la encubre.
Colombia necesita más de esos “yo no”. Más ciudadanos que incomoden, que no se acomoden. Que, aun cuando el corrupto les resulte cercano, sean capaces de decir: eso no se hace, no se justifica, no se encubre. Yo no participo.
El pusilánime no es el tímido ni el prudente: es quien renuncia a su deber moral por miedo, por comodidad o por lealtad mal entendida. Y en un país con tantas heridas abiertas, ya no hay espacio para almas pequeñas.
Porque los abusos del poder no prosperan solo por quienes los cometen, sino también por quienes los permiten en silencio, desde los pequeños actos cotidianos hasta las grandes omisiones colectivas que sostienen la impunidad.
No ser pusilánime no es cuestión de partidos, sino de conciencia: porque en Colombia, callar ya no es prudencia ni neutralidad, es rendirse; y rendirse ante la injusticia, aunque sea en silencio, también es traicionar
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