Hace más de dos siglos, Colombia dio el grito de independencia en busca de soberanía, libertad y dignidad. Pero mucho antes, en lo profundo de la selva americana, ya circulaba otro mito de libertad y riqueza: la leyenda de El Dorado. Aquella ciudad fantástica, construida, según los relatos, de oro puro, atrajo expediciones, guerras, mapas y sueños durante siglos. Hoy, esa fiebre dorada no ha desaparecido. Solo cambió de forma.

En medio de la creciente demanda global por minerales estratégicos y la incertidumbre económica mundial, el precio del oro ha superado los 3.350 dólares por onza troy —un aumento del 27 % desde comienzos de 2025. Esta subida histórica, impulsada por tensiones geopolíticas, temores inflacionarios y una búsqueda global de activos refugio, ha superado con creces el rendimiento de los principales índices bursátiles: el S&P 500 ha subido apenas 6,7 %, el Nasdaq 100 un 9,8 %, el FTSE 100 un 10 % y el índice DAX un 20,5 % en lo que va del año.

Sin embargo, en regiones como Colombia, este brillo dorado tiene un reverso oscuro: el oro no solo es un recurso natural, sino también una moneda de guerra que alimenta la minería ilegal, el conflicto armado y redes transnacionales de financiación ilícita. En la coyuntura actual, marcada por precios históricos del oro, reservas que antes eran marginales se han convertido en verdaderos cofres de poder. Informes recientes indican que ciertas facciones armadas en Colombia controlan reservas de oro valoradas en más de 50 mil millones de pesos. Esta riqueza acumulada, en lugar de canalizarse hacia el desarrollo o la reparación del conflicto, se reinvierte en armamento, operaciones ilícitas y expansión territorial.

En un mercado cada vez más digitalizado, incluso sumas relativamente modestas pueden traducirse en capacidad destructiva. Rifles de asalto como el AK-47 pueden adquirirse por menos de dos millones de pesos colombianos en el mercado negro, mientras que plataformas abiertas ofrecen drones de vigilancia e incluso con potencial ofensivo por precios igualmente accesibles. En este contexto, el oro no es solo riqueza: es capacidad operativa, control territorial y persistencia de la violencia.

Además de financiar violencia, el oro ilegal circula a través de una red transnacional de lavado de activos. Muchas de estas reservas terminan transformadas en hoteles, empresas de transporte o bienes raíces dentro y fuera del país. Mediante empresas fachada, facturación falsa o exportaciones ficticias, estos recursos se camuflan y se insertan en la economía legal, dificultando su rastreo y fiscalización.

El problema no se queda en las fronteras nacionales. Parte del oro extraído ilegalmente en Colombia termina en mercados internacionales, desde joyerías hasta componentes electrónicos, sin que los consumidores sepan que están comprando un mineral vinculado a la destrucción ambiental y al conflicto armado.

A pesar de algunos avances, el desafío sigue siendo monumental. Una de las operaciones más recientes y contundentes se desarrolló en conjunto entre Colombia y Brasil, en inmediaciones del Parque Nacional Río Puré, en plena Amazonía. En una acción simultánea a ambos lados de la frontera, las Fuerzas Militares de ambos países inutilizaron más de 30 dragas, confiscaron cerca de 13.500 galones de combustible y destruyeron balsas y maquinaria empleadas en la extracción ilegal de oro. Según las autoridades, solo el frente colombiano estaba generando cerca de cinco millones de dólares mensuales en producción ilícita.

Las soluciones no pueden ser exclusivamente represivas. Se requiere una estrategia más amplia: formalización minera, alternativas económicas sostenibles, fortalecimiento institucional y cooperación transfronteriza. Combatir la minería ilegal no es solo una cuestión ambiental o de seguridad: es también una apuesta por la justicia social y territorial. Mientras los actores armados puedan convertir oro en armas, el ciclo de violencia seguirá brillando. Romper ese vínculo es una tarea urgente para la paz y la sostenibilidad en Colombia.

Hace 215 años, Colombia buscó liberarse del yugo colonial. Hoy, ese sueño de soberanía también exige cortar los lazos entre el oro, violencia y la criminalidad. Quizás El Dorado nunca existió, pero aún podemos decidir si ese brillo legendario nos hunde… o nos libera.

@IsidoroHazbun