Hay fracasos que se pueden maquillar con narrativa, otros, simplemente, se niegan. Pero hay uno que ya nadie puede esconder: el monumental fracaso en materia de seguridad del gobierno de Gustavo Petro. Colombia vive hoy la crisis de seguridad más profunda de las últimas dos décadas. Más allá de las estadísticas, lo que está ocurriendo en el país es una pérdida real del monopolio de la fuerza, de la autoridad legítima del Estado y, lo más peligroso, de la confianza ciudadana. Sabiendo que la Paz Total va a fracasar, recomponer la seguridad será el mayor reto para el próximo gobierno. En este tema nadie puede argumentar querer continuidad.
Desde que Petro asumió el poder, el control territorial de grupos armados ilegales ha aumentado en al menos 142 municipios, según informes independientes. Hoy tenemos más de 30 estructuras criminales activas, incluyendo disidencias, ELN, Clan del Golfo, carteles mexicanos y mafias locales, disputándose corredores estratégicos sin mayor control estatal. En 2024, Colombia fue el segundo país del mundo con más desplazamientos forzados internos, solo detrás de Sudán. Y el primer semestre de 2025 cerró con una masacre cada 36 horas, mientras los secuestros aumentaron un 81%.
Todo esto ha ocurrido mientras el gobierno insistía en su política de “Paz Total”, un concepto ambiguo, sin verificación, sin exigencias ni cronogramas. Un cheque en blanco a criminales, disfrazado de buena voluntad. Se negoció sin poder, se cedió sin condiciones y se debilitó a las Fuerzas Armadas en su moral, su accionar y su legitimidad. La retirada del Estado en regiones críticas fue sistemática. Se desmontaron operativos, se congelaron ofensivas, se desfinanciaron capacidades. En muchas zonas, la seguridad fue entregada a consejos comunitarios que, aunque bien intencionados, no pueden enfrentar fusiles ni redes de narcotráfico. En otras, simplemente no hay presencia. La consecuencia fue la militarización criminal de territorios rurales donde el Estado ya no es ni siquiera un rumor.
Pero el deterioro no es solo territorial. También es institucional. Se ha perseguido a la Policía, judicializado a militares, insultado públicamente a quienes arriesgan su vida en defensa de los demás. Al tiempo, se ha romantizado al victimario, normalizado la extorsión, minimizando la violencia como si fuera un fenómeno estructural inevitable. El Estado protege a sus amigos, dejando desprotegidos a sus contradictores.
Esta estrategia no solo ha fracasado: ha profundizado el problema. El Estado no puede negociar su propia desaparición. Sin seguridad, no hay justicia social, ni educación, ni salud, ni democracia posible. Un Estado que no garantiza el orden, pierde el derecho a gobernar. Petro ha querido redefinir la seguridad como un concepto moral, cuando es ante todo una función constitucional. Ha querido convertir a las Fuerzas Armadas en actores sociales, cuando su misión es garantizar la soberanía, el orden y la protección de los ciudadanos. Se ha confundido paz con claudicación.
Colombia no puede seguir perdiendo vidas, territorios y futuro. Es hora de reconstruir un consenso nacional por la seguridad, más allá de elecciones o cálculos. Porque sin orden, no hay país. Pensábamos que habíamos logrado la paz, pero demasiado rápido se volvió a desmoronar.
@SimonGaviria