La protección ambiental ya no es un lujo académico: es una urgencia política, social y ética. Sin embargo, esa urgencia no puede servir como excusa para frenar el desarrollo con base en mitos. La Ciénaga de Mallorquín, en Barranquilla, se ha convertido en el escenario de un conflicto simbólico donde la desinformación amenaza con torpedear soluciones reales. Y eso no lo podemos permitir.
Se ha instalado en el imaginario colectivo la idea de que todo proyecto inmobiliario es una sentencia de muerte para los ecosistemas. Pero esa narrativa, aunque emotiva, no siempre está respaldada por hechos. En este caso, es fundamental que la ciudadanía comprenda el alcance de la acción popular impulsada por la Procuraduría General de la Nación: su objetivo legítimo es detener los vertimientos de residuos en la ciénaga. Nadie discute esa necesidad. Lo que sí debe discutirse —y con fuerza— es cómo se está entendiendo el origen del problema y cuáles son las verdaderas vías para resolverlo.
Por eso decidí presentar una coadyuvancia que no niega el problema, pero sí desafía el diagnóstico apresurado. Lo hice con base en las pruebas obrantes en el expediente judicial y con el respaldo de las autoridades competentes: el desarrollo urbanístico formal no es el causante directo de los vertimientos. Al contrario, es parte de la solución. Gracias a estos proyectos, se amplían las redes de alcantarillado y se evita que miles de litros de aguas residuales terminen en la ciénaga.
Y es aquí donde debemos ser contundentes: la ciénaga no se salva con atraso. Se salva con infraestructura, con planificación, con ciudad bien hecha. Postergar el desarrollo formal o demonizarlo es dejarle el terreno libre a la informalidad, que sí contamina sin control. Donde no hay urbanismo legal, hay vertimientos directos; donde no hay Estado, hay deterioro ambiental. Es hora de entender que el desarrollo bien hecho es desarrollo que cuida.
¿El verdadero enemigo? La informalidad urbana. Allí donde no hay reglas ni infraestructura, florece la contaminación. No hay red de saneamiento ni control ambiental. Las viviendas informales, por necesidad o por ausencia del Estado, descargan sus residuos directamente en el ecosistema. Seguir criminalizando el desarrollo formal es, en el fondo, proteger la informalidad y condenar a la ciénaga a su deterioro definitivo.
Esto no implica que debamos bajar la guardia. Cualquier proyecto urbanístico debe cumplir estrictamente con las normas ambientales y urbanísticas. Pero el control no puede convertirse en veto ideológico. Necesitamos debates con evidencia, no con consignas. Planear con criterio técnico, no con prejuicios. Y entender que una ciudad verde y ordenada no se construye desde la parálisis, sino desde la acción responsable.
Superar los mitos requiere coraje: para informar con datos, para señalar lo que sí funciona y para enfrentar los discursos que, en nombre de la protección ambiental, frenan transformaciones urgentes. Si queremos proteger la ciénaga, necesitamos más ciudad formal, más infraestructura, más Estado. No al revés.
Porque el atraso no protege nada. Y detener el desarrollo bien hecho no solo es injusto: es profundamente irresponsable.
* Abogado y ex ministro de Vivienda, Ciudad y Territorio de Colombia