El filósofo alemán Theodor W. Adorno se planteó una vez la muy polémica cuestión sobre si era posible la creación poética después del Holocausto. “Después de Auschwitz no se puede escribir poesía”, sostuvo.

¿Será posible leer la Poética después de Gaza? En este punto, quizá convenga citar al investigador británico John Sellar, para quien “Aristóteles no es simplemente el filósofo antiguo más importante, ni simplemente el filósofo más importante de todos los tiempos; Aristóteles es el ser humano más importante que haya vivido jamás”.

Aristóteles, sí, cuya poesía se perdió en el tiempo, acaso como se extravió también la risueña segunda parte de su Poética. «Este griego —escribe Borges en “La busca de Averroes”—, manantial de toda filosofía, había sido otorgado a los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber». Así, se ocupó del innombrado «arte que imita tan solo por medio del lenguaje». A diferencia de Platón, reconoció la técnica del poeta. Sostuvo que «la obra propia del poeta no es tanto narrar las cosas que realmente han sucedido, sino narrar las cosas que podrían suceder, ya que las cosas son posibles según la verosimilitud o la necesidad».

El poeta, desde esta nueva perspectiva, es percibido como un auténtico creador, un artesano de fábulas y un hacedor de versos. Aristóteles no concibe la mímesis poética como la sombra de una sombra, sino como un arte fundado en el lenguaje que, en lugar de reproducir pasivamente la realidad del mundo, la recrea y universaliza de acuerdo con una nueva dimensión de lo posible y lo verosímil; una nueva dimensión, podría declararse ahora, simbólica, fantástica, ficcional. Borges no dudaría en llamarla «alegórica». Como hace en el ensayo «De las alegorías a las novelas», contenido en el volumen Otras inquisiciones (1952), donde de paso recuerda la célebre observación de Coleridge, según la cual «todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos».

Refiriéndose concretamente a la tragedia, que representa a los hombres superiores a como son en realidad, Aristóteles afirma —no se olvide— que su finalidad es la catarsis, esto es, la purificación de las pasiones por medio de la piedad y el temor. Esta purga ha sido una de sus nociones más polémicas. Unas veces se la ha considerado en un sentido moral; otras, en un sentido filosófico. En nuestros días, por ejemplo, no ha faltado quien la descalifique en los términos de arcaica medicina social. Sin embargo, no es improbable que Aristóteles haya sido el primero en vislumbrar en aquella curiosa purificación, algo equivalente a lo que hoy se conoce como «placer estético». Quizá ello nos autorice a afirmar que la sublime emoción de la creación literaria no nos enferma o perjudica, sino que nos cura. Porque el culmen del lenguaje —como bien comprendía el anónimo autor De lo sublime—, constituye una extraordinaria elevación, que, al irrumpir como un rayo, devasta, sobrecoge y conduce al éxtasis.