Cuando se trata del proceso de aprobación de una consulta popular, la Ley de Participación Ciudadana es clara: exige el concepto previo del Senado de la República. No contempla excepciones ni ofrece alternativas para que el gobierno pueda decretar la convocatoria por su cuenta. Esto lo sabe bien el gobierno, y también cualquiera que haya revisado, aunque sea por encima, dicha ley. Por eso, la decisión del Ejecutivo es abiertamente contraria a la ley y a la Constitución, y viola un principio básico de la función pública: el principio de legalidad.
Además de ser un acto ilegal, esta decisión atenta contra la institucionalidad, la democracia y el equilibrio de poderes, al desconocer de forma explícita el rol del Senado.
Este desconocimiento de las leyes e instituciones está estrechamente vinculado con el pensamiento populista. El populismo parte de la premisa de que las instituciones son incapaces de canalizar las demandas sociales, lo que genera una sensación de ausencia de representación popular. Para esta lógica, las instituciones encarnan el statu quo y la hegemonía del poder, mientras que el líder populista se presenta como el auténtico representante del “pueblo”. Frente a esto, convendría preguntarse: ¿qué quiere realmente el pueblo colombiano? ¿Desea que se convoque una consulta popular en contravía de la Constitución y la ley? ¿O, más bien, prioriza otros temas urgentes como el acceso a la educación superior, servicios públicos de calidad, o una seguridad real que proteja sus vidas y libertades?
A este interrogante debe sumarse otro: ¿le conviene al país —sin importar las corrientes políticas— una nueva ola de agitación social en las calles, la paralización nacional (esta vez promovida desde el gobierno), y una ruptura institucional que debilite aún más la democracia? La respuesta es un rotundo no. No le conviene a la economía, ni a las prioridades de desarrollo nacional, y mucho menos a la estabilidad de la democracia colombiana.
Si el gobierno realmente hubiera querido impulsar transformaciones estructurales, habría podido hacerlo. Contaba con mayorías en el Congreso y comenzó su mandato con un amplio respaldo popular, capital político que ha dilapidado por decisiones propias y por su dificultad para comprender y respetar el funcionamiento de la democracia colombiana. No podemos dejar solas a las altas cortes en la defensa de la Constitución y del orden democrático colombiano. Esta tarea también le corresponde a la ciudadanía, que debe asumir el control político como una responsabilidad propia. La Constitución y sus principios axiológicos no son una imposición ni están en contravía del interés popular; por el contrario, son el resultado de un amplio consenso expresado en la Constituyente de 1991 y reflejan los valores de una democracia moderna, plural y comprometida con la construcción de un Estado social y democrático de derecho, condición esencial para el desarrollo del país.
Las reformas sociales se construyen sobre la base de la sensatez y la concertación, no atropellando las instituciones democráticamente constituidas.
@tatidangond