Nos visitó la “hermana muerte” e invitó a Juany, mi suegra, a irse con ella. Juany es una persona a la que identifico con la ternura. No solo me aceptó y me recibió en su familia, sino que me regaló palabras dulces de reconocimiento, actitudes de acogida y acciones de apoyo y solidaridad.
Para mí, la relación con ella fue una experiencia nueva, gratificante y profundamente realizadora. Ha sido mi primera y única suegra, y eso me hizo cuestionar el estereotipo que socialmente se tiene de ese rol. Cada vez estoy más convencido de que a las personas no las define el lugar que ocupan en nuestras vidas, sino su manera de pensar, sentir y actuar. Esto, que parece tan obvio, suele ser olvidado por quienes comprenden las relaciones desde el miedo, los prejuicios o las experiencias de otros. Ella me enseñó que los vínculos se construyen desde la esencia, no desde los moldes sociales que otros han fabricado.
Su partida definitiva, aunque la comprendemos desde la razón, nos sumerge —en especial a Alcy— en esa montaña rusa emocional del duelo. Mientras el cerebro intenta elaborar un nuevo protocolo para vivir sin ella, sentimos el vacío y se acentúa la ausencia en las acciones cotidianas que solíamos compartir. Es dolor, es tristeza.
También he descubierto una manera distinta de acompañar este proceso. Aquí no se trata de resolver los conflictos interiores de mi esposa ni de llenar sus silencios con mis palabras de consuelo. Solo hay que estar. Estar presente.
No hacen falta discursos de fe, aunque broten con facilidad de mi corazón. Basta con abrazar, acompañar, escuchar y esperar. En el duelo ajeno hay que tener cuidado: nos acostumbramos a clichés que no tocan el alma —“lo siento mucho”, “te acompaño en tu dolor”, “da gracias, ella ya está descansando”— frases bienintencionadas pero que a veces se sienten huecas, sin peso emocional real.
Este tipo de experiencias despiertan mi tanatofobia, que trato de gestionar desde el compromiso de ser feliz en el presente. Porque tengo la certeza existencial de que la mejor manera de honrar a nuestros muertos es siendo felices. Estoy convencido de que, si pueden vernos desde el otro lado de la vida —y espero que así sea—, querrán vernos viviendo con plenitud, no atrapados en la tristeza ni en la angustia.
En el silencio de mi corazón doy gracias por ella: por su vida, por su disciplina, por sus búsquedas existenciales tan audaces, por su entrega, por su capacidad de sacrificio, por su fe, por su amor. Sí. Cierro los ojos y entiendo su existencia como una bendición para mí. Y doy gracias por la ternura que se queda.