El trabajo debía ser el corazón de la “economía para la vida” del gobierno Petro. La promesa era clara: dignificar al trabajador, reducir la informalidad y desmontar progresivamente figuras como las órdenes de prestación de servicios (OPS). Sin embargo, el balance hasta ahora arroja una paradoja: mientras el discurso apunta a la justicia social, en la práctica se consolidan modelos que ofrecen las menores garantías laborales. Se hace campaña en poesía, pero se gobierna en prosa. La OPS le ofrece al gobierno la posibilidad de contratar la mayor cantidad de activistas. Probablemente, la promesa electoral de 2022 se ha desdibujado ante la presión de lograr la victoria en 2026.
Según datos de Función Pública, el número de empleados estatales contratados por OPS en 2022 era de aproximadamente 120 mil; en 2024, esa cifra superó los 150 mil. Más de un tercio de ellos están vinculados directamente a entidades del orden nacional, muchas dirigidas por funcionarios que se declaran abiertamente “defensores del trabajador.” Según la denuncia de Mauricio Cárdenas, basada en datos del SECOP, el incremento en 2025 es aún más drástico: solo en los dos primeros meses del año ya se registran más de 140 mil contratistas.
La OPS es una forma de tercerización laboral dentro del propio Estado. En teoría, debería usarse solo para facilitar labores no misionales de las entidades. Sin embargo, un trabajador contratado bajo esta modalidad no tiene derecho a cesantías, prima, vacaciones pagas, estabilidad ni protección en salud ocupacional. Lo más grave es que esta figura, originalmente diseñada para misiones especializadas y de corto plazo, se ha convertido en la forma habitual de contratación del estado. En el gobierno del “cambio”, lejos de desaparecer, se ha normalizado aún más.
Esta contradicción tiene al menos tres implicaciones graves. Primero, deslegitima el discurso oficial sobre trabajo decente. ¿Con qué autoridad puede el gobierno exigirle al sector privado formalizar a sus trabajadores si él mismo terceriza de forma masiva? Segundo, deteriora la calidad del servicio público: un trabajador sin estabilidad ni garantías tiene menos incentivos para capacitarse, innovar o denunciar prácticas irregulares. Tercero, amplía la precarización del mercado laboral colombiano. Atrás quedaron las promesas de vincular al trabajador estatal a la nómina.
Este fenómeno también se conecta con el pobre desempeño del mercado laboral. La tasa de desempleo cerró en 2024 por encima del 10%, y la informalidad urbana supera el 45%. Es decir, no solo hay pocos empleos, sino que la mayoría de ellos son precarios. Y si el Estado no lidera con el ejemplo, ¿quién lo hará? El resultado es un sistema esquizofrénico: retórica progresista con prácticas clientelistas. Un Estado que quiere ser empleador ejemplar, pero paga con contratos de tres meses.
¿La solución? No es fácil, pero sí urgente. Es necesario crear un estatuto laboral para el contratista estatal, con garantías mínimas y protección social. Y, sobre todo, ha llegado el momento de que el Estado colombiano abandone el doble discurso: no se puede hablar de justicia social mientras se reproduce la precariedad desde el poder. Si el trabajo es la base del contrato social, el Estado debe ser su primer garante, no su primer infractor.
@SimonGaviria