Ser mamá es morir un poco. Morir para volver a nacer. Cuando vi por primera vez a mi hija, hace tres meses ya, supe que todo era nuevo. Como después de una muerte, empieza uno a ver la vida de otra forma. Y no hay tiempo ni espacio para seguir siendo igual que antes de abrazar a los hijos con el cuerpo y con el alma. Porque ser madre supone más renuncias que cualquier otro desafío antes vivido. «Tener un hijo no es tener un ramo de rosas», dijo la Yerma de García Lorca. Ahora que soy madre, sí que la entiendo. Porque solo cuando una mujer es mamá, deja de ignorar la infinitud de virtudes y de coraje que se desprenden de una.
La lactancia materna, el llanto (del hijo/a y de la madre), los cambios de pañal, los teteros esterilizados, las noches en vela, el miedo porque el/la bebé deje de respirar, la incertidumbre por el mañana, las preguntas sin respuesta, entre tantos otros retos de naturaleza casi indefinible de la maternidad, son lo cotidiano. Pero no creo en eso del sacrificio de la madre. Tampoco en que seamos una suerte de mártires del amor. Ni que tengamos que hacerles a nuestros hijos una especie de pagaré que detalle cuánto hemos sufrido o cuánto hemos entregado por ellos para que en el futuro nos compensen a conformidad de nuestros gustos o caprichos.
Aunque se escriba madre con eme de mártir, no debemos percibirnos así. Vivir encontrando belleza en la dificultad es quizás lo que más me ha sobrecogido como madre. La sonrisa después de las lágrimas, tal como la calma después de la tormenta, supera cualquier dolor o padecimiento que se desprenda de esta labor que nos entrega desde el día uno del embarazo un título más que nobiliario en la esfera en que subsiste eso que llamamos humanidad.
Cuando uno es madre, aprende que no sabe nada. Cae en la cuenta de que es mucho más vulnerable de lo que creía. Y, al tiempo, descubre esa fortaleza de descomunal tamaño que no sabía que tenía. En este proceso deconstructivo, la idea de la maternidad feliz puede fundirse tantas veces como sea necesario hasta que encontremos en las más simples cosas aquellas razones que con desespero anhelamos recordar en esos momentos en que andamos como en un laberinto espinoso cuya salida parece haber sido borrada por el mismísimo Dios.
Todo aquello que implique amor, cual rosa, tiene espinas. Y el de madre, el más colosal de toda historia, tiene las suficientes como para reafirmar su magnitud. ¿Hay algo más bello que eso? Y entonces, le dijo Yerma a María: «Hemos de sufrir para verlos crecer. Yo pienso que se nos va la mitad de nuestra sangre. Pero esto es bueno, sano, hermoso».
@catalinarojano