Está uno tentado a decir que todo sigue igual. Que de esta no salimos. Pero es que ya salimos y no hay vuelta atrás. Lo malo son las patadas terribles de los ahogados en el proceso, patadas que traen arrastrando nuestra tragedia a la brava. Lo malo es que las seguirán dando, hasta que los cansemos con nuestros deseos de vivir en paz y en respeto por la diferencia y las leyes de una república aparentemente signada por la violencia desde su inicio, lleno de traiciones y rencores.
En estos últimos días se empezaron a sumar las voces de protesta por los crímenes contra líderes comunitarios que se han venido acumulando desde que se firmó el proceso de paz. Una firma, un acuerdo, no cambian de golpe la mente de los asesinos. O sea, de aquellos que solo entienden el acto de eliminar al que se le pare de frente y exija respeto por las leyes, por lo pactado, por lo que le corresponde.
Pero con justa razón, las redes sociales y el periodismo comenzaron a acelerar, a punta de retumbe en ojos y oídos, que esto no es normal. Repito, no es normal. Como no son normales todas las atrocidades que hemos aguantado y aprendido a ver perpetrar en este territorio donde más vale el vivo que el vivir bien. Donde se aprende a vivir del otro y a no dejar vivir a quienes no saben ser vivos.
Y así como no nos aterramos con las tragedias que tendemos a ver como hechos aislados, aunque sean colectivos, como lo es la repetición de la repetidera de la eliminación de personas que son condenas a muerte solo porque alguien así lo decida; así pudimos valorar que aunque eliminados, los futbolistas de la Selección, como equipo, funcionaron y de algún modo representaron aquello que todos quisiéramos tener: el valor de defender a una nación.
Me sorprendí emocionada, embelesada con aquellos jóvenes que lucharon por su honor en la guerra simbólica de un deporte. Me fasciné viendo los primeros planos de todos aquellos que poblaron la Calle 26 y el estadio en Bogotá con sus gritos y lágrimas de agradecimiento. Y entendí el enganche y me dio risa de mí misma, que no de los demás que seguían en el embeleco, mientras me dedicaba a comprender el acontecimiento.
Estamos necesitados de héroes, de defensores de nuestros derechos como ciudadanos de una república donde el servicio público es casi siempre sinónimo de aprovechamiento de nuestros recursos a todo nivel. Los futbolistas representaban un anhelo que no se cumple, que se elimina a cada rato. Por lo mismo, de un modo inteligente, los manipuladores del poder en Colombia entendieron que el punto era embelesarnos, mientras la tragedia sigue aullando. No era mera distracción, no. No era opio, ni coca, ni nada de eso.
Se trataba de tomar el eco del amor y la pasión que suscita este deporte, de aumentar su volumen, regarlo por todo el aire del territorio que se pudiese abarcar, con la esperanza, uno de que olvidemos que aún queda muchísimo por hacer, dos que se sigue practicando la eliminación de quien se considera enemigo, sin mediación de las leyes que conforman una república. Y eso que, paradójicamente, nos eliminaron.