En los años 80 conocí a un muchacho provinciano –guajiro él– que estaba recién llegado a Barranquilla. Los dos éramos unos adolescentes. El conducía un Volkswagen que con el tiempo y trasegar había perdido el verde original. En realidad era un baby face comprado a un pariente en San Juan o tal vez en Maicao. El mío era un campero Daihatsu. Nos ayudábamos empujando ambos carros porque se varaban con frecuencia por diferentes razones. Algunas veces por motor, otras por la conocida varada del ‘cocacolo’, es decir, sin plata para la gasolina. Coincidimos en la vida porque visitábamos en el mismo apartamento a unas amigas en Los Nogales.
El amigo provinciano era de una simpatía y una popularidad admirable. Eso sí, tenía un carácter recio, pero se le abrían las puertas con facilidad, y su mejor pasaporte era una canción compuesta hacia poco tiempo y cuyo intérprete era nada más y nada menos que Diomedes Díaz. La pieza musical hablaba de un joven enamorado, como muchas otras lo hacen, pero esta tenía –y tiene– un pícaro y coloquial contenido. Una narración fácil, sin pretensiones y muy real.
Podría ser hoy día objeto de estudio y de ejemplo para las nuevas generaciones de compositores. Fue un éxito total, perdurable a través del tiempo.
El muchacho guajiro se fue consolidando como compositor, y a pesar de que la vida de los artistas es de alto riesgo y muy propicia a la bohemia y al desorden personal, él se vinculó con disciplina al mundo laboral y académico. Obtuvo un empleo en una sólida empresa y terminó sus estudios en la Facultad de Derecho en la Universidad Libre de Barranquilla.
Aunque tiene a su haber numerosos triunfos musicales y siguió produciendo a través de los años, hizo carrera en el mundo notarial, tanto que regenta la Notaría más antigua de América, la Primera de Santa Marta. Es un señor notario que casa parejas y compone canciones para enamorar.
A la fecha, ya ordenado y domesticado, el muchacho guajiro de los 80 celebra este año el trigésimo aniversario de haber creado la pieza musical que es considerada el himno del Festival Vallenato, la sabrosa fiesta que por estos días va viento en popa con todo el charme y hospitalidad que caracteriza a la gente de la provincia del Magdalena Grande, transformada en los departamentos de Cesar y La Guajira.
Oír la historia de ese himno, nada más oír la historia, produce nostalgia. Ahora mucho más si se escucha en la misma voz de Rafael Manjarrés, aquel muchacho guajiro de los 80. El mismo provinciano del Volkswagen baby face al que me tocaba empujar en las calles de Los Nogales. Por eso la canción Ausencia sentimental ocupa el sitial que tiene, como también lo tiene Simulación, o Señora. ¡Bravo, Rafa!
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