El tiempo hasta ahora transcurrido de 2018 ha sido un tiempo de multitudes, y lo seguirá siendo por varios meses más.
Como se sabe, el nuevo año empezó en Colombia con tres tipos de eventos cuya naturaleza implica necesariamente la presencia de ellas: las grandes festividades públicas urbanas (ferias y carnavales), los torneos de fútbol nacionales y los internacionales en que participan clubes colombianos y el debate electoral, este último, en esta ocasión, de carácter doble, ya que comprende, sucesiva pero en la práctica simultáneamente, los comicios legislativos y los presidenciales.
Así, pues, pasado el corto receso vacacional de los primeros días de enero, el ambiente público ha estado sacudido y enrarecido por el frenesí, el alboroto y la marea agria o alegre de las multitudes. Y ya sabemos cuáles son los rasgos de conducta que caracterizan a las personas una vez que se compactan en masas: la pérdida de su individualidad y originalidad –que ceden su lugar a un gregarismo primitivo–, la impulsividad, la simpleza, la vehemencia. El individuo reunido en muchedumbre deja de ser tal y se transforma en otro tipo de persona: el hombre multitudinario (o “el hombre de la multitud”), del cual puede esperarse cualquier cosa.
De ahí que la formación frecuente de multitudes, tal como ocurre por esta temporada en el país, llega a convertirse, para ciertas personas, en un estímulo fóbico y produce en éstas, en consecuencia, una reacción inevitable de aborrecimiento y alejamiento.
Incluso el sujeto que no es propiamente un ser insociable o misántropo experimenta esta reacción. Máxime cuando nota que los espectáculos futbolísticos en Colombia, a los que podía ser agradable concurrir en otros tiempos, están cada vez más tomados por el ‘hooliganismo’ y por un tipo de hinchas cuyo fanatismo obtuso los lleva, por ejemplo, a permanecer durante todo el partido dando saltos continuos en la tribuna, en claro detrimento de su capacidad para apreciar y disfrutar del juego; máxime también cuando nota que las manifestaciones políticas se degradan, ya mediante el uso de la violencia física o verbal contra el líder de una candidatura por parte de los adeptos de otra, ya mediante el soborno, y de paso la humillación, de los potenciales electores con donaciones de alimentos para atraer su asistencia a los actos públicos de campaña.
Con todo, las aglomeraciones multitudinarias son una necesidad, pues sin ellas no podrían efectuarse ciertos procesos que, como la protesta social y otros similares, permiten frenar injusticias y lograr avances históricos.
Pero no por eso hay que callar que es en las épocas en que ellas abundan cuando se valora y se agradece más la existencia –no sabemos hasta cuándo– de la alternativa social que permite su evitación: la tranquila privacidad de un cuarto o de una casa en que se puede estar a solas o en familia.
En particular, soy de los que piensan que a la humanidad resulta mejor tratarla en pequeños grupos y frecuentarla no directamente, sino a través de esos objetos en que han quedado plasmados sus pensamientos, sus sentimientos, sus experiencias y sus mismísimas imágenes fisonómicas: pinturas, esculturas, fotografías, composiciones musicales y, por supuesto, libros, libros, libros, donde podemos, como pensaban Quevedo y Emerson, conversar silenciosamente con lo mejor de ella, y no sólo de nuestra época, sino de todas las que se han sucedido desde la invención de la escritura alfabética.