“Para que nada nos separe, que no nos una nada”, esa paradoja romántica de Neruda, el anhelo imposible de lo que dejó de ser, parece extenderse a su querida América. Geografía, historia y religión se confabulan para congregarnos un día y segregarnos al siguiente. Las montañas y selvas que nos permiten cohabitar en un mundo de árboles y animales exóticos y compartir nevados y ríos extasiantes, distancian por largas épocas las comunidades que las han habitado en las repúblicas de hoy, en los imperios ibéricos de ayer y en los precolombinos de antier. El Gran Desierto Suramericano que se inicia al pasar la frontera de Ecuador a Perú, se amplía luego en Chile y Bolivia y se transforma al entrar en Argentina. A pesar de ello no aparece en ninguna enciclopedia, tal vez porque lo interrumpen docenas de verdes cuchilladas de los valles que descienden de los Andes peruanos o tal vez porque en su prolongación argentina casi hasta el fin del continente tiene una mínima vegetación esteparia que le niega el título. Igualmente su extensión y belleza nos une y sus soledades nos separan.
La historia no escapa a esa dialéctica: el Imperio Inca, para mencionar una de las grandes civilizaciones nativas, llegó a ocupar desde el sur de Colombia hasta el centro de Chile. Su huella se conserva en grandes tramos de los caminos del Inca, que llegaron a tener miles de kilómetros, y en edificaciones, ciudades, creencias y dialectos. La gesta española de la conquista y colonización tiene a su vez pocos parangones en la historia universal: Sin haber transcurrido medio siglo de la llegada de Colón, se habían fundado docenas de poblados desde el Norte de México hasta el Sur de Chile, sobre los mares que bañan el continente y en sus inhóspitas selvas y cordilleras; muchas de ellas se encuentran entre las grandes capitales y urbes más conocidas del continente. ¿Ambición? ¿Codicia? Seguro. ¿Coraje? ¿Determinación? Sin duda. Por cada Cortés hay un Cuauhtémoc, por cada Pizarro un Pachacútec. Sus hilos nos unen y separan en la trenza de la historia.
La evangelización católica sustituyó en muchas provincias la conquista militar y fue decisiva para abolir la esclavitud, resultando en una fuerza aglutinante en la fe pero conflictiva en la vida política.
Por su parte, en cambio, la sonoridad y cadencia del castellano, comprendido hoy de extremo a extremo del continente, expanden nuestro hábitat para trabajar, viajar o amar y nos unen en el periodismo, la literatura y la poesía. Cristianismo y castellano constituyen sendos lazos con la tradición judeocristiana y greco romana, pilares de la cultura occidental. Somos así, occidentales y tercermundistas.
Y al final es el mestizaje lo que acaba de tajo con la ilusión nerudiana. Después de fusionados no hay vuelta atrás. Lo que parecían dos seres regresa a su unidad primigenia. Lo que entonces nos une hace inseparable lo que no. Queda una opción: salir todos juntos adelante.
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