Su voz era como un trueno. Te obligaba a quedarte pegado al radio, hipnotizado, creyendo que las imágenes en tu cabeza provenían de la realidad. Si cerrabas los ojos o apagabas el televisor te dabas cuenta de que muchas veces era mejor creer en el partido que él te estaba contando y renunciar al de verdad, al que podías observar por ti mismo, a ese espectáculo plagado de los errores y los vacíos que suelen tener las cosas protagonizadas por hombres comunes. Porque su voz podía convertir a un hombre cualquiera en un héroe, y a un espectáculo predecible en una batalla repleta de hazañas imposibles.

Cuando lo conocí, ya después de su incomprensible aventura política, y pude darme cuenta de que de verdad existía, decidí olvidar todo lo suyo que no tuviera que ver con su verdadera profesión. No era un político ni un comentarista ni un entretenedor. Él siempre fue un narrador, la cosa más difícil del mundo. Y fue el mejor de todos, uno capaz de hacerte preferir no mirar.

Sé que los lectores estarán de acuerdo con cuatro momentos emblemáticos de nuestro deporte que se hicieron emoción pura, desde la euforia hasta las lágrimas, gracias a su manera de contarlos. El título mundial de Antonio Cervantes, el hit para ganar la Serie Mundial de Édgar Rentería, el gol de Fredy Rincón en el Mundial de Italia y el de Oswaldo Mackenzie en el inolvidable campeonato del Junior en 1993. Todos ellos fueron segundos muy extraños para quienes no estábamos acostumbrados a los éxitos deportivos propios. Y su voz los enquistó en nuestra memoria para siempre.

Después de los años, con alguna frecuencia hacía el ejercicio de escuchar las narraciones de estos hechos deportivos memorables sin ver las imágenes, solo tratando de imaginar lo que sus palabras querían decirme, dejándome llevar por su voz de trueno. Todas las veces comprobé que las imágenes que él me invitaba a construir eran muy superiores a las predecibles cosas que en verdad habían ocurrido, que este hombre era un mago, un brujo, un proveedor de felicidades imposibles.

Ahora que ha muerto no es exagerado decir que con él desaparece la posibilidad de ser inocentes de dos generaciones completas de colombianos que no necesitábamos ver para creer, que depositábamos en una voz lejana nuestra fe, nuestra esperanza de ser mejores, la grandeza propia transferida en la de otros. Ahora que ha muerto Édgar Perea estamos condenados a no despegar los ojos del televisor o de la cancha porque no le creemos a ningún otro lo que nos cuenta, porque ya nadie podrá inventarnos un mundo mejor que el real, porque sin él ya no habrá héroes ni batallas ni hazañas, sino hombres comunes corriendo detrás de una pelota.

Echaré de menos al narrador, al intérprete, al hipnotizador. Que descanse en paz el hombre con la voz del trueno.

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