El más solo de los hombres no sabía estar solo”, dijo Cortázar sobre Poe. De manera que una vez muerta su esposa, Virginia, además de dar vueltas una y otra vez por los nueve círculos de su infierno alcohólico, Edgar se dedica a cortejar a cuatro mujeres al mismo tiempo. Una de ellas, Mary Devereaux, a cuyo tío Poe dio latigazos, nos ha dejado el siguiente retrato del escritor: “Mr. Poe tenía unos cinco pies y ocho pulgadas de estatura, cabello oscuro, casi negro, que usaba muy largo y peinado hacia atrás como los estudiantes… los ojos grandes y luminosos, grises y penetrantes. Era pálido, exangüe, de piel bellamente olivácea, tenía una fina apostura, un porte erguido y militar. Lo más encantador de él, sin embargo, eran sus modales. Era elegante”.
Después de semejante descripción huelga decir que Mary, como tantas otras mujeres, sucumbió ante los encantos de este multifacético histrión de la poesía. Pero por esos mismos días Poe volvió a encontrarse con Sarah Elmira Royster, el amor de su adolescencia, a quien propuso matrimonio. Lo anterior no le impidió seducir en simultánea a Sarah Helen Whitman –y Helen le llamaba él a Mrs. Stanard, el otro amor de su juventud–, quien se disgustó profundamente con el poeta cuando supo que también le hacía la corte a Annie Richmond, a la que casi convence de abandonar a su marido para irse con él.
Pero ya a esas alturas de su vida Edgar se quería ir para otra parte. El 30 de junio de 1849 fue la última vez que su tía ‘Muddie’ lo vio con vida. Quería viajar a Filadelfia, pero terminó en Richmond, donde lo vieron merodeando por la casa de Annie, perdido ya por completo el sentido de otra realidad que no fuera la de su poblado mundo interior. Tanto que sólo en el mes de octubre aparece en Baltimore. Eran tiempos de elecciones y, como no hay corrupción nueva bajo el sol, los votantes eran llevados a las urnas con el anzuelo del ron. Se sabe que Edgar hizo fila para votar muchas veces; horas más tarde, alguien reconoció en un caballero en lamentable estado que yacía tirado sobre la calle al más grande escritor de los Estados Unidos, y algunas personas caritativas lo condujeron hasta el Hospital Washington.
Allí, sin Elizabeth Arnold, sin Frances, sin Helen, sin Sarah, sin Mary, sin Virginia, y hasta sin ‘Muddie’, Edgar comenzó a hablar con los personajes de sus obras inmortales, a quienes veía reflejados en la pared. “Dios se apiade de mi pobre alma”, fueron sus últimas palabras. Eran las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. Poe tenía cuarenta años cumplidos. Ante los ataques infames del reverendo Griswold, Frances Osgood salió en su defensa: “…nunca una mujer ha conocido al señor Poe sin experimentar hacia él el más vivo interés. Nunca le he visto sino como un modelo de elegancia”. Como se ve, después de muerto el poeta seguía despertando las mismas pasiones extremas que despertó en vida.
Pero yo no te veo morir, Edgar Poe, te veo caminando, envuelto en tu eterna capa de cadete de West Point, en la alta noche de los poetas, te veo caminando altivo, solitario y trágico hacia el cielo de tu gloria imparable.
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