Tengo puesto el retrovisor y enfocado el Coliseo Cubierto donde se realizaban los festivales de orquestas, eso sí que era bacano. Más allá de la acústica por ser un espacio cerrado, de la cercanía con los músicos y de la montonera de personas en ese espacio relativamente pequeño, lo que hacía que ese coliseo fuera inmejorable para el goce era la cultura con que se manejaba algo tan delicado como el uso de la maicena como parte del ritual del carnaval. Esto representaba en esa época, estoy hablando del paleolítico superior carnestoléndico, la mejor demostración de lo que era el espíritu de esta ciudad, la bacanería de sus gentes. Las condiciones en las que un hombre o una mujer pueden pelar el cobre, vale decir, con bastante alcohol en la cabeza en la desinhibición total de la rumba loca del carnaval, son un buen parámetro para calificar su conducta individual y social. Si a eso le agregamos algo que puede representar un punto de inflexión para que se desencadene un conflicto, como en el caso de echar maicena en la cara a alguien que también está ingiriendo licor, estamos hablando de algo que muestra a las claras el comportamiento de una sociedad.

¿Cómo hacíamos? Todos sabíamos que usar la maicena en carnaval es un acto afectuoso de doble vía, pues daba igual placer enmaicenar que ser enmaicenado y, para que eso resultara un acto placentero debía estar modulado por el respeto. La escena era más o menos la siguiente: venía un man en temple, enmaicenado de la cabeza a los pies, con la botella de ron en una mano y la cajita de maicena en la otra, y le decía al primero que pasaba por su lado “hey, ven acá, tómate un trago y cierra los ojos que te voy a echar maicena”. Repito, se pedía permiso para esa gozadera. El invitado, si tenía maicena devolvía el gesto, y si no tenía, daba las gracias. Repito, daba las gracias porque había sido ungido con la harina mágica que rompía las distancias sociales y permitía un acercamiento respetuoso entre personas que no se reconocían bajo las toneladas de polvo sobre sus cuerpos. Repito, más que acercamiento había un contacto físico respetuoso entre dos personas que están compartiendo una experiencia cultural que sirve para medir la confianza entre dos individuos.

Soy defensor a ultranza de la maicena, pero no estoy planteando que deba usarse en estas fiestas pues, con el espíritu de los tiempos que vivimos en los que confundimos alegría con patología, considero que no estamos preparados para retomar algo que autoridades y organizadores del Carnaval han decidido eliminar por la forma en que los usamos, ya que pasó de ser objeto cultural para convertirse en motivo de ofensa.

Lástima, porque nos estamos perdiendo de algo sensacional, la maicena y sus múltiples usos en el Carnaval. No hay nada más mono que bailar sobre un piso enmaicenado, es como hacerlo sobre las nubes. No hay nada más mono que las fotos en las que uno no sabe quién es en medio de tantos rostros empolvados que solo se distinguen por las risas. No hay nada más mono que despertar al día siguiente y ver la almohada blanca del polvo y con uno que otro color del maquillaje del disfraz. Qué pea linda, dice uno.

Por lo pronto, ¡maicena en la terraza!

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