La escena que mejor define a Claire Underwood, la pragmática y esposa del vicepresidente de USA en House of Cards, sucede en el capítulo 25: luego de una acalorada discusión con la señora del presidente –a quien Claire ha hecho daño de mil formas–, esta le dice al teléfono: “No te preocupes, eres una buena persona”. A Claire, que sabe que eso no es cierto, tanta nobleza le revuelca la culpa, así que se desploma en las escaleras de su casa y, por primera vez en la serie, llora… exactamente durante 17 segundos. Luego se limpia las lágrimas, se levanta, se alisa la falda y continúa con su vida como si aquí no hubiera pasado nada.
El carácter ártico de este personaje aterra y evoca a Hillary Clinton (se dice que, al igual que la protagonista de The Good Wife, fue su musa). Su marido, en tanto, supuestamente peor que ella, suele redimirse de la manera más “descaradamente cínica”: haciendo cómplice al espectador. Cada vez que Frank Underwood hace un guiño a la cámara –con una sonrisa irónica o una frase con la que busca justificarse–, nos traslada su culpa, diciéndonos sin decirlo “si soy culpable, ustedes también, con su silencio”.
Y somos culpables: de frente criticamos el delito pero en privado estamos atentos a las formas de cometerlo (la mayoría de veces no por mero morbo de saber cómo lo hacen, sino para mejorarlo); pero también porque necesitamos entrometer el ojo por la ventana ajena para confirmar que los demás son iguales de malvados: con tal de sobrevivir a nuestra conciencia, conviene convencernos de que nuestras culpas no son tan graves como las de otros.
A Frank lo amamos porque es un tierno descarado: nunca teme confesar su calidad de villano. Lo hace para manipularnos, al obligarnos a creer en su verdad: se muestra como un triunfador pero, salvo en el capítulo final de cada temporada, su historia no es más que una sucesión de fracasos.
House of Cards cuenta las entrañas del poder entre frases lapidarias que rompen paradigmas o enfatizan verdades no aceptadas. Como esa de Frank, “Es la política, luego hay traición”, que deberían memorizar los uribistas; o esa otra de Remy Danton –a mi gusto, el mejor personaje de la serie junto con Doug Stamper–, “El poder siempre es más importante que el dinero, pero el poder acaba pronto si no hay dinero”.
Todos ellos son gente de poder, gente débil: hay debilidad detrás del poder porque quien lo detenta sabe que sin él no es nadie. Y conocido el talón de Aquiles, conocida la manera de hacerle zancadilla. Para colmo, es gente condenada a la traición: cada uno no tiene en quién más confiar que en los otros políticos, aun sabiendo que no puede confiar en los otros políticos.
House of Cards no es una serie sobre la política gringa contemporánea. Es la historia de un matrimonio. Frank y Claire son una pareja utilitaria. “Se aman porque están solos en el mundo, porque han pasado casi treinta años juntos y porque se necesitan, pero la unión responde a fines específicos”. Esa unión parasitaria deja ver que, más que asco, los políticos en general claman por lástima, no tanto porque vivan en un fango –a lo Shreck– moral e intelectual, sino por esa amarga soledad que anida en sus almas.
@sanchezbaute