Cada vez que se acerca un fin de año se repiten los mismos deseos con la misma ilusión de hace un año, y así no se cumplan ninguna de las expectativas no es eso lo que importa, porque la última carta, que es la esperanza, aún no se ha perdido, será siempre renovada junto con los sueños y los anhelos que tampoco se dan por vencidos.
Con el fin de no desilusionar nuestras aspiraciones, esa responsabilidad es trasladada a los agüeros propios de un porvenir incierto, pero también de la idiosincrasia de dejarle todo al destino, y en realidad son muchas las personas que le achacan la culpa al Año viejo cuando las cosas no se dan como se deseaban o cuando ha sido la calamidad la que ha llegado, y siembran entonces, nuevamente, la esperanza en el Año nuevo, creyendo una vez más que por efecto de algún hechizo todo cambiará automáticamente luego de las doce campanadas.
En el ciclo interminable de una generación tras otra, siempre la esperanza que rodea la ansiedad de un nuevo año estará prevaleciendo sobre los recuerdos vanos del año que termina, por eso es normal decir o escuchar frases como “quiero que llegue el año nuevo para que todo cambie”, pero sabemos que son solo expresiones de deseo porque lo único que cambia, no por arte de magia sino por arte publicitario, es el almanaque.
Porque las circunstancias adversas pueden modificarse y convertirse en situaciones favorables, mediante una mente abierta y dirigida a verdaderos proyectos de vida, donde no tengan cabida las falsas expectativas ni los sentimientos de frustración por desear más de lo posible económica y físicamente, lejos de toda visión moralmente planificada y apartada de una verdadera cordura espiritual.
Sin embargo, esos momentos transitorios de real fantasía y de rica ilusión vienen colmados de optimismo y de esperanza festiva, porque lo fundamental no es celebrar la incertidumbre de un nuevo año por vivir sino la certeza de otro año ya vivido, gracias a las provisiones del creador.
Roque Filomena
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