Quienes se escandalizan porque una red de trata de personas con tentáculos en Colombia y Europa, como la que acaba de ser desmantelada en Francia, explotaba sexualmente a 50 mujeres “de manera absolutamente industrial”, suelen ser los mismos que apartan la mirada cuando se topan de frente con niñas vulgarmente ofrecidas por proxenetas a clientes, en las calles de Barranquilla. Muchos de ellos son testigos diarios del horror, pero prefieren seguir de largo. Su descomunal doble rasero moral les impide detenerse, así sea por un momento, a imaginar las atrocidades que padecen menores de edad, en ocasiones de apenas 10 años, absolutamente desamparadas, sometidas a amenazas, maltratos físicos, violaciones pagadas y todo tipo de asquerosas aberraciones por sus explotadores. Algunas veces, sus parejas, madres y familiares.
¿Exageración?, ninguna. Varias menores, con edades entre 14 y 16 años, fueron halladas en el interior de una vivienda en el Centro de Barranquilla hace menos de una semana. Curiosamente, a pocas cuadras del Centro de Atención a Víctimas de Abuso Sexual, CAIVAS, de la Fiscalía General de la Nación. Algunas de ellas, venezolanas. Como sucede en contextos de extrema vulnerabilidad, estas redes instrumentalizan la precariedad económica y social de sus víctimas, las engañan para reclutarlas y cuando las tienen totalmente acorraladas, las esclavizan sin piedad. Niñas, mujeres y población LGBTIQ+, en situación de pobreza y estatus migratorio irregular, terminan siendo la mercancía del lucro ajeno de proxenetas que se enriquecen con su sufrimiento. Porque, aunque muchos se empeñen en negar lo obvio y defiendan discursos de libertad sexual, la explotación de seres humanos como la prostitución no son trabajos, son negocios con raíces en la criminalidad.
Por tanto, ¡no se equivoquen! No se trata de realidades distintas. Las víctimas entrampadas en burdeles, prostíbulos o casas privadas en Europa o Barranquilla afrontan la misma coacción, sufrimiento o violencia. En todos los casos, estamos ante gravísimos delitos que más allá de su tipificación penal humillan, dañan y destrozan vidas que muchas veces jamás logran recomponerse ni tampoco quebrar el círculo maldito de manipulación, explotación y abandono en el que se encuentran inmersas. Casi nunca se escucha a las víctimas ni se pone el foco en los que pagan por tener sexo con menores de edad o incluso con mujeres adultas, conociendo que muchas están allí en contra de su voluntad. ¿Cómo es posible tanto cinismo? Pura desvergüenza.
Acudiendo a argumentos tan reduccionistas como que esto ha ocurrido toda la vida, nuestra dirigencia política evita hablar sobre abolición o regulación de la prostitución. Desconociendo que esta es una industria criminal que explota a niñas y mujeres, ignoran los derechos humanos de quienes son invisibles para la sociedad. Dolorosamente, de vez en cuando, suelen ser las mismas instituciones como la Policía las que incurren en imperdonables violencias de género contra las víctimas, al ponerse del lado del proxeneta. Como no, si el negocio es de lo más rentable, da para todo. Es imprescindible que quienes compran sexo escuchen los relatos de asco y desesperación de las víctimas. Dejen de suponer que niñas y mujeres están ahí porque lo desean o es su opción ideal de vida. Que su estulticia no les nuble la razón. Basta de doble moral. Jamás seremos una sociedad equitativa en Barranquilla si seguimos dejando atrás a las víctimas de explotación sexual. Son ellas las grandes olvidadas. Merecen dignidad, derechos, opciones distintas y, sobre todo, libertad. No se trata de dar lecciones de moral, pero nadie, so pena de convertirse en cómplice de la infamia, debería quedarse callado, tolerando o siendo testigos de la esclavitud sexual que consume en vida a niñas y mujeres.