¿En qué momento Barranquilla y el resto del Atlántico fueron sentenciados a cargar con el sambenito de tener un aeropuerto que se encuentra lejos de ser garantía de conectividad eficaz para la expansión turística, empresarial e industrial que proyecta este departamento?

Los retrasos advertidos en las tan esperadas obras de modernización del Ernesto Cortissoz han dejado de ser un asunto meramente técnico para convertirse en un serio problema estructural que compromete —y de qué manera— la competitividad de Barranquilla y su área de influencia. Que el avance real del proyecto apenas alcance un 10 % cuando el cronograma contractual, anunciado en su momento por la Aeronáutica Civil, preveía mucho más, no solo resulta inadmisible, también desvela protuberantes fallas en la cadena de planeación, ejecución y control sobre una infraestructura estratégica para la región Caribe.

La oportuna alerta de la Veeduría Ciudadana, respaldada por la misma Aerocivil, ha puesto al descubierto una situación ciertamente preocupante que podría derivar en un escenario todavía peor. Ocho procesos de incumplimiento abiertos contra el contratista, el Consorcio Infraestructura AIEC 2026, y la posibilidad de multas superiores a $12 mil millones indican que no se trata de demoras menores, sino de un rezago crítico en puntos que son claves para la correcta operación de la terminal aérea: las escaleras eléctricas, los ascensores, la climatización, las bandas de equipaje y los pisos de la sala de maletas nacional. Sin esos elementos, hablar de un aeropuerto moderno y eficiente es —sencillamente— una ficción.

Lo más grave de todo es que las consecuencias las pagan los usuarios. El deterioro en la calidad del servicio, las recurrentes incomodidades y la incapacidad para atender picos de demanda contrastan con los discursos del Ministerio de Transporte sobre modernización y fortalecimiento del transporte aéreo. Dicho de otra manera, Barranquilla trabaja, a diario, para posicionarse como destino turístico y de negocios —dentro y fuera de Colombia—, pero su principal puerta de entrada sigue supeditada a obras inconclusas y promesas aplazadas.

El descontento es generalizado. Hace días, el alcalde Alejandro Char expresó en EL HERALDO su malestar por el impacto negativo que un aeropuerto tan rezagado causa a la imagen de la ciudad. Su molestia es legítima. Barranquilla ha invertido durante años en la mejora de su infraestructura urbana, promoción turística y capacidades para realizar eventos de talla internacional. La renovación del estadio Metropolitano, a la que se destinarán $180 mil millones, lo demuestra. Por tanto, la falta de una terminal aérea idónea es un freno directo a su progreso económico que envía señales equivocadas a inversionistas, turistas y usuarios.

No basta con reconocer la gravedad de un problema que salta a la vista de todos. Aerocivil, al igual que la interventoría, deben dar respuesta a la principal inquietud que nos asalta: ¿cuándo estará listo el aeropuerto? Sobre todo porque se observa insuficiente asignación de personal en obra y demoras en la importación de equipos electromecánicos, asuntos que ya habían sido advertidos por la veeduría de gremios y ciudadanía. Que ahora se confíe en un plan de choque, cuyos resultados solo se verían —en el mejor de los casos— en los primeros meses de 2026, refuerza la sensación de improvisación y falta de rigor contractual.

Esa incertidumbre erosiona la planificación del territorio y condiciona sus oportunidades. La acertada petición de la veeduría para que Contraloría y Procuraduría acompañen de manera preventiva el proyecto es un llamado que debe ser atendido con prontitud. La magnitud de los recursos públicos comprometidos exige una vigilancia estricta que asegure eficiencia, transparencia y cumplimiento. No se puede normalizar que inversiones de esa envergadura acumulen retrasos que acaban por encarecer el monto final de la intervención.

Barranquilla no puede seguir esperando ni permitir que el aeropuerto que sirve a la ciudad, un activo estratégico para su desarrollo, continúe siendo un cuello de botella imposible, en el que no se adoptan correctivos oportunos ni establecen responsabilidades identificables.