Colombia enfrenta una de las crisis energéticas más profundas que se recuerde. Sobre todo, por el carácter estructural de su déficit de oferta de gas en firme para atender la creciente demanda. La pérdida de autosuficiencia —hecho incontestable desde 2024— nos situó en un escenario de fuerte dependencia de las importaciones con precios volátiles o al alza, en tanto aumentó la fragilidad de un sistema que, a día de hoy, opera literalmente “al límite”.

La raíz de un problema, que no se atendió de forma oportuna y del que hablaremos cada vez con más frecuencia en la medida en que nos impacte —y duro— el bolsillo, radica en la caída natural de la producción de los campos que históricamente abastecieron al país y en la incapacidad de reemplazar sus reservas consumidas. Ante el declive de la oferta nacional, lo lógico habría sido reforzar la exploración y explotación, pero el Gobierno de Petro decidió no firmar un solo contrato, lo cual elevó el riesgo en la continuidad del suministro a hogares, industria, el transporte que usa gas vehicular y la generación eléctrica con plantas térmicas.

Como el mercado no cuenta con suficiente gas de producción nacional, precisa de mayores importaciones para abastecerse. ¡Hagan cuentas! Sin duda, la entrada de gas importado ha mitigado el déficit, pero a costos superiores. Por si fuera poco, los contratos de largo plazo, los que garantizaban gas barato, están venciendo; los últimos —con incidencia en nuestra región Caribe— hace solo una semana. Por tanto, hoy se firman acuerdos de corta duración y a precios mucho más altos, porque todo cambió en este mercado altamente tensionado.

El predecible escenario que nos espera es el de nuevos riesgos y alzas, aunque con matices. En el caso de usuarios residenciales, la indexación a precios más elevados de importación y comercialización presionaría aumento en tarifas. Los industriales enfrentarían amenazas operativas a su competitividad y costos de producción. El sector transporte tendría que pagar por un gas más caro y menos predecible, y los térmicos, el gran respaldo del sistema eléctrico, se verían obligados a usar combustibles líquidos más costosos y contaminantes.

Ante esas primeras señales de gas más caro en el 2026, el Gobierno anuncia 20 medidas “urgentes y estructurales” para frenar especulación, estabilizar precios y proteger a usuarios. Confiando en que no se quede en un mero titular de prensa, de los que molestan al ministro Palma, el país espera saber qué tanto resolverán el problema de fondo, que es cómo proveer una mayor cantidad de gas para aumentar la oferta y bajar el valor de tarifas.

Regular o intervenir un mercado no garantiza que se solucione su coyuntura, el caso de Air-e nos lo recuerda a diario. Antes al contrario, la inestabilidad jurídica y regulatoria espanta la inversión. El Ejecutivo insiste en hablar de “prácticas especulativas”, pero la realidad es más simple y, sobre todo, más cruda: Colombia importa el 20 % del gas que consume, cuando hace un año era apenas el 4 %. Y seguirá haciéndolo cada vez más porque los proyectos o nuevas fuentes que podrían subir la oferta —incluidos los offshore como Sirius— solo entrarían en operación después de 2030, si es que supera sus muchos desafíos.

Si algo ha quedado claro en el debate de los últimos años es que Colombia debe retomar su senda de exploración y producción de gas. Caminamos cerca del abismo de la inestabilidad tarifaria e inseguridad energética, de modo que la política pública tiene que reformularse para que garantice oferta de gas en firme. Urge reactivar proyectos y acelerar los que ya se encuentran en marcha, pero empantanados por la tramitología en sus licenciamientos.

Es indispensable revisar debates inaplazables, como el del fracking. Su potencial es diez veces las reservas probadas de hoy, dice Naturgas. Ahora, no se trata de imponer la técnica, sino de discutirla con total rigor, información verificable y transparencia, lejos de posturas dogmáticas. Si el país decide renunciar del todo a ella, debe compensarse con alternativas reales. Hasta ahora no se ven. Menos aun cuando la insolvencia de Canacol Energy, responsable del 10,2 % de la producción de gas nacional, añade interrogantes adicionales.

Bienvenido un plan de importación robusto, pero complementario, no sustitutivo. Las regasificadoras son indispensables, pero no pueden convertirse en el corazón del sistema. Depender de barcos es hacerlo de precios internacionales, disponibilidad logística y clima, riesgos inaceptables para un país con recursos enterrados, a la espera de ser desarrollados.

Mientras el Gobierno repite que no permitirá abusos, seguimos sin suficiente gas ni una estrategia integral que recupere la autosuficiencia. Esta crisis no se solucionará a punta de resoluciones, sino produciendo. Y para eso se necesita voluntad política, decisión técnica y realismo, no negación.