Los fantasmas del horror vivido en las décadas de los 80 y 90 en Colombia –una época marcada por el sangriento dominio de los carteles de la droga, la polarización política extrema, los discursos de odio y los mil y un intentos de los violentos por fracturar la democracia y someter a las instituciones– han vuelto a posarse esta semana sobre la bandera nacional, dejando una estela de zozobra, incertidumbre y dolor en los millones de ciudadanos que –aunque están hastiados de la sangre– permanecen frustrados por el eterno bucle de dolor en el que permanece el país.
La coyuntura nacional no tiene colores, ni banderas y –mucho menos– orillas políticas. No es de derecha, ni de izquierda. Nos incluye a todos. Nos afecta a todos. Nos duele a todos. Pero –más allá del sufrimiento general– lo cierto es que la crisis merece un análisis mucho más profundo y preocupante: las cosas en materia de seguridad andan bastante mal. La pérdida del control territorial y el aumento exponencial de las filas de los grupos armados ilegales, indicadores que no son exclusivos de este Gobierno, pero que se han alimentado de la fallida paz total del presidente Gustavo Petro, reflejan que el país empieza a virar muy lentamente hacia un destino que ya conocimos, que aún no hemos terminado de sanar y al que evidentemente nadie quiere volver. Hay que actuar. Y de manera urgente.
También hay que ser objetivos: las cifras actuales aún están lejos de los escenarios de finales de los ochenta o de la primera mitad de los noventa, sin embargo, la sangre sigue corriendo. Y los hechos, en este sentido, hacen sentir a más de uno que aquella pesadilla no se ha acabado. Colombia aún no se ha repuesto del condenable atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, del Centro Democrático, que se debate entre la vida y la muerte, cuando este martes recibió otro doloroso golpe. Las disidencias de Iván Mordisco, la facción guerrillera más violenta de todas, levantó a los ciudadanos del suroccidente del país con el cristo en la boca tras llevar a cabo un ataque sistemático en varias zonas de Cauca y Valle del Cauca, en el marco del aniversario de la muerte de Leider Johani Noscue, alias Mayimbú, quien fue asesinado en una operación militar en el municipio de Suárez, en 2022, durante el gobierno de Iván Duque.
¿El saldo de la ola terrorista? Al menos ocho personas muertas, entre ellas tres policías, y más de treinta heridos. El país está bajo asedio criminal: en el Valle del Cauca hubo al menos tres explosiones en Cali y otras más en el municipio de Jamundí. En Cauca, por su parte, fueron tres las explosiones en los municipios de El Bordo y Corinto. En Caloto un francotirador asesinó a un policía. Además, en Sonsón, Antioquia, falleció un uniformado tras una emboscada de un grupo armado.
Y es que el aumento del accionar de los criminales, que sigue sin poder ser contrarrestado por el Estado colombiano, ha sido advertido por varias organizaciones internacionales en los últimos años sin que, hasta ahora, se produzcan mayores cambios en la estrategia de las autoridades para contenerlos. De acuerdo con el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), el país afronta la peor crisis humanitaria desde la firma del acuerdo de paz en 2016 y Human Rights Watch ha registrado un aumento de más del 20 % en los homicidios y casi un 35 % en los secuestros desde entonces.
En este sentido, según los observatorios, entre enero y abril de este año, más de 950.000 personas se vieron afectadas por la violencia y el conflicto, una cifra cuatro veces mayor que la registrada en el mismo periodo de 2024, según la ONU. Para colmo de males, la crispación política del país está en su máximo estado de efervescencia. No hay puntos medios, ni diálogos, ni puentes y, por momentos, parece no haber ni intenciones. La diplomacia queda solo en palabras y cada bando se atrinchera en su esquina. Y, para rematar, el presidente Gustavo Petro, que ostenta el cargo con mayor dignidad del país, continúa sin la capacidad para calmar las aguas. Hoy, más que nunca, se necesita paz. Colombia no puede volver a la horrible noche.