El atentado criminal que ha dejado al senador Miguel Uribe Turbay postrado, en un estado de “máxima gravedad” y a la espera de un milagro que lo mantenga con vida, también ha situado a Colombia en el peor de los trances. Las horas posteriores a este ataque directo contra la democracia nos han ratificado que ni siquiera en medio del acto más grave de violencia política de la historia reciente logramos ser capaces de deponer las posturas belicistas de nuestras trincheras ideológicas para intentar tender puentes de concordia y reconciliación.
Sin visión ni coraje de los responsables políticos, esencialmente de quienes ostentan el poder, para superar esta situación límite de ruptura institucional, se corre el riesgo de precipitarnos a la radicalización absoluta de las bases más activas de los sectores oficialistas y de oposición. Es fácil anticipar que ese ring de tribalismo político obstaculizará la construcción de mínimos consensos o equilibrios en un país con grandes necesidades por resolver, que los reclama con celeridad. Un escenario tan volátil, difícil de tramitar per se en cualquier democracia, es toda una provocación para los actores armados en Colombia, donde la frustrada paz total les ha insuflado nuevos aires, ad portas de la campaña electoral.
Pese a que algunos miembros de su gabinete, como la canciller y la directora del Dapre, con razonable sentido de autocrítica, expresaron públicamente su voluntad de corregir errores, de desescalar el lenguaje que incita al odio y a la ira y de promover un debate respetuoso, centrado en las ideas, a su jefe, al presidente Petro, aún le cuesta entender que en él reside, más que en ningún otro ciudadano, la responsabilidad de Estado de unir a los colombianos.
Desde que el senador y precandidato presidencial del Centro Democrático fue baleado, sus mensajes, en especial la desacertada e innecesaria referencia a la comunidad árabe, no han estado a la altura de lo que se espera de su dignidad como jefe de Estado. Buena parte de sus comunicaciones han sido relatos innobles que han terminado por propiciar más división.
Petro, quien se declara preso de Colombia, sí lo está, pero de su dañina retórica populista. También de su narcisismo que le imposibilita el menor propósito de enmienda. Incluso, bajo estas lamentables circunstancias conserva intacta su pulsión de usar violencia verbal para arremeter contra sus enemigos políticos. Sabe que si no polariza, insulta o descalifica, se le dificultará darle validez a sus anuncios o decisiones autoritarias. En su deriva ególatra, que privilegia la imposición o el abuso de poder, en vez del diálogo o el acuerdo, no dará marcha atrás. Lo de menos es que el país termine aún más dolido por la desconfianza o los miedos.
Gobernar no es únicamente ganar elecciones. Sobre todo, compromete a quien lo hace a representar a la sociedad entera. Si no pasa, como justo ahora, se pierde la cohesión social que nos permite reconocernos como parte de algo. ¿Es posible creer que Petro enviará mensajes de sensata reflexión que convoquen a la unidad nacional, la firmeza institucional y la estabilidad democrática en respuesta al desafío criminal que ha malherido al Estado de derecho? Que no cesen los llamados a recuperar la mesura del lenguaje, el respeto por el adversario político y el fin de la confrontación dogmática que le niega espacio a diferencias razonables.
Son horas decisivas. Primero, por la investigación. Esta tiene que determinar con absoluta certeza las responsabilidades penales, materiales e intelectuales de todos los autores. Sería ingenuo creer que el tirador actúo solo. Pero seamos serios. La difusión de hipótesis sin sustento probatorio alguno no solo es imprudente, también puede desatar una aterradora cacería de brujas. Así lo deben entender, tanto Gobierno como sectores de la oposición, que intentan elaborar una versión que se ajuste a sus intereses, a costa del derribo del otro.
Segundo, es indispensable revertir el clima de desconfianza entre partidos independientes y de oposición que no reconocen al Gobierno como garante del proceso electoral. Ni a Petro ni a su ministro del Interior. Difícil, una fractura más profunda en la cuenta regresiva de los comicios. La mentira, la estigmatización, las amenazas, la ambición de poder han roto los canales institucionales establecidos para construir acuerdos entre quienes nos representan.
Hemos permitido que la polarización política nos defina y fije el rumbo de nuestro destino que luce más incierto que de costumbre, luego de que un adolescente disparara a matar a un precandidato presidencial. Es tan ruin como estúpido tratar de justificar el atentado contra Miguel Uribe Turbay con el pueril argumento de que como nos hemos matado las últimas siete décadas, qué más da otro crimen. No sean tan canallas. Al menos, intenten disimular su mezquindad cuando se refieren a sus adversarios ideológicos. Imaginar que el ‘ojo por ojo’ es una forma de justicia, solo nos conducirá a que nuestra nación politizada al extremo se quede ciega de tanto cobrar venganza por el gran daño que nos hemos infligido.