El nuevo informe del Dane y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) confirma la dramática situación de inseguridad alimentaria que afronta Colombia. Sobre todo, la más pobre, distante de centros urbanos, habitada principalmente por comunidades indígenas, afrocolombianos y raizales y donde el conflicto armado arrecia.
El estudio precisa que 14,4 millones de personas, el 27,6 % del total nacional –estimado en unas 52,3 millones- no tuvieron en 2024 acceso regular a alimentos suficientes, nutritivos y seguros para su crecimiento y desarrollo normales, al igual que para llevar una vida activa o saludable. Eso en cuanto a la prevalencia de inseguridad alimentaria moderada o grave. En el caso de quienes aguantaron física hambre por haber pasado un día o más sin nada que comer, el reporte habla de 2,7 millones de personas, el 5,2 % de la población colombiana.
Pese a que el resultado señale que hubo una reducción de 0,6 % del indicador, en particular en zonas urbanas o cabeceras municipales, cabe decir que esta no es estadísticamente significativa para cantar victoria. Cierto que se ratifica una tendencia a la baja después de pandemia. Pero a decir verdad, una serie de realidades no resueltas, incluso agravadas durante el último año, dificulta cada vez más el acceso de los ciudadanos a alimentos. Bien sea por su falta de disponibilidad, en términos de producción y distribución; por la carencia de recursos económicos de los hogares para adquirirlos, o por una combinación de ambos.
Indiscutiblemente la pobreza es un factor determinante de la inseguridad alimentaria. Como también lo es la guerra que se libra en buena parte del país. Con pasmosa frecuencia, los grupos armados ilegales decretan cuando quieren paros armados, confinamientos u otras repudiables formas de coerción o control social impidiéndole a la gente de la ruralidad cultivar sus parcelas, salir a pescar o a rebuscarse la comida. Prueba fehaciente de ello es lo que ocurre en Chocó, donde en el 2024 se observó un alarmante aumento de 17 % en la prevalencia de esta condición en los hogares del departamento, cercado por los irregulares.
Como si fuera poco, casi siempre territorios sometidos a la violencia armada sufren los embates de eventos climáticos extremos, debido a su vulnerabilidad. Solo la sequía del año anterior afec tó más de 20 mil hectáreas de cultivos por déficit hídrico, en particular en el norte y centro del país. Es una tormenta perfecta que descarga sobre las zonas rurales, donde además los expertos de la FAO alertan de que no se están ejecutando con la celeridad requerida cambios en los sistemas agroalimentarios. Diversificación de cultivos, prácticas agrícolas sostenibles, infraestructura de almacenamiento para reducir pérdida de cosechas e infraestructura vial son aún tareas pendientes que podrían mitigar las causas del hambre.
A todos en la región nos debería preocupar el incremento, en mayor o menor medida, de la inseguridad alimentaria grave en el Caribe. Lo de San Andrés, Córdoba y Sucre alarma por lo significativo. En Atlántico y Bolívar también creció, aunque ligeramente, y La Guajira siguió siendo el departamento con la mayor prevalencia del conjunto nacional. Por el contrario, Cesar y Magdalena lograron reducciones.
Ante un panorama tan complejo se hace imprescindible que cada territorio revise sus propias circunstancias, a la luz de esta medición para adoptar correctivos necesarios o decisiones de política pública más pertinentes con su realidad. No se trata de hacer un juicio de valor, gobernadores y alcaldes tendrán sus apreciaciones, sino de asumir que las actuales estrategias deben ser revisadas.
En el Atlántico, donde la Gobernación tiene en marcha el programa ‘Misión Atlántico’ para reducir el hambre en municipios y Barranquilla impulsa iniciativas sociales con comunidades de escasos recursos, tras dos años de descensos la inseguridad alimentaria moderada o grave aumentó 4,2 % hasta el 40 % y la grave, 0,7 %. Eso significa, respecto al último dato, que 266 mil personas están en una condición crítica de escasez generalizada de alimentos.
Sabemos de sobra cuáles son sus efectos en la salud, en especial en la niñez. Caracterizar a esta población debe ser prioridad para trabajar en revertir su vulnerabilidad, lo que es un desafío porque uno de los aspectos más reveladores de este informe es que los subsidios o transferencias monetarias necesariamente no reducen el hambre. Esta es una oportunidad para repensar cómo articular esfuerzos entre sectores público y privado que superen pobreza, fortalezcan seguridad alimentaria, mejoren hábitos nutricionales de la gente y disminuyan el desperdicio de comida. No solo es comer más, sino hacerlo de mejor manera.