Agua turbia, que huele mal y sabe peor es la apariencia del impotable líquido que por estos días reciben hogares de Barranquilla, Soledad y Galapa. Como ha ocurrido en otras ocasiones durante los últimos meses, nuevamente ciudadanos se quejan, y con toda razón, de la desagradable coloración amarillenta, olor y sabor del agua que sale de los grifos de sus casas o sitios de trabajo. También, como en los anteriores episodios, Triple A entrega explicaciones, confirma que trabaja para encontrar una pronta solución, ofrece excusas a los usuarios y se muestra convencida de que esta situación no volverá a suceder. Pero los hechos indican todo lo contrario. Los estándares de calidad y continuidad del servicio suministrado en estos momentos por la empresa se encuentran lejos de los niveles de satisfacción a los que esta tenía acostumbrados a los habitantes de los territorios del Atlántico donde opera desde hace más de 30 años.
Quizás sería conveniente que las directivas de la compañía, ahora en manos del Distrito, expresaran con absoluta claridad por qué con tanta frecuencia se han registrado problemas de esta naturaleza que, sin ninguna duda, menguan la confianza de los usuarios en sus capacidades para asegurar un óptimo servicio. La opacidad o falta de transparencia frente a una recurrente crisis no ayuda a gestionarla ni tampoco a resolverla con celeridad. Solo causa más inconformismo e impotencia. Precisar su real dimensión puede contribuir a entender cuál es el fondo de un asunto que luce tan túrbido como el agua de la que se aprovisionan los hogares afectados. Muchos de ellos, con enorme dificultad por la falta de dinero, han tenido que comprar agua para consumir, mientras que otros –sin esta opción– terminan bebiéndola y rogando para no enfermar.
En últimas, encaramos también un preocupante tema de salud pública.
¿Hasta cuándo se va a prolongar esta nueva dificultad, atribuida según la empresa a los “cambios geomorfológicos del río Magdalena aguas arriba de la bocatoma distrital”? Valdría la pena tenerlo, al menos, claro porque en el más reciente incidente de este tipo las familias afrontaron durante más de un mes, entre julio y agosto, las vicisitudes de una crisis de iguales características que se creía estaba ya superada. Hace más de un año Triple A reconstruye, es lo que señalan sus comunicados, diques sobre los ya existentes para extenderlos y proteger la calidad del agua cruda que capta la bocatoma de su acueducto, en inmediaciones de los caños de Soledad. Obras con las que se ha buscado evitar que el flujo de agua no deseada, producido por los arroyos del municipio, se dirija a los dispositivos de captación, pero eso aparentemente no se habría logrado y se precisa de nuevas acciones, como dragados, operativos de lavados o una bomba adicional.
¿Cuáles son entonces las alternativas que quedan? O, mejor aún, ¿se ha llegado a considerar el traslado de la bocatoma para zanjar, de una vez por todas, una situación repetitiva amarrada a temporadas invernales que han demostrado ser cada vez más intensas y frecuentes? No se trata, pues, de una cuestión de fácil resolución. Lo primero es comprender o, por lo pronto, poner sobre la mesa una realidad cambiante asociada a eventos climáticos que exige una mayor planeación preventiva y evaluar decisiones de fondo con todo lo que ello implica, en términos económicos, para garantizar la prestación del servicio de agua potable, que es un derecho fundamental del ser humano. Hacer lo que ahora corresponde es ineludible, como también lo es que el alcalde de Barranquilla, el gerente de Triple A y demás actores involucrados definan sus próximos movimientos, antes de que esta pesadilla se vuelva aún más crónica para los ciudadanos. Estamos en sus manos.