Warren Buffet, probablemente el mejor inversionista de tiempos recientes, siempre advierte que nunca se debe apostar en contra de EE. UU. La tesis reciente del Tío Sam como una víctima incapaz de competir en mercados globalizados suena ridícula. El dólar, desde Bretton Woods en 1944, es la piedra angular del sistema financiero global. No solo por la magnitud de la economía estadounidense, sino por su estabilidad institucional, su apertura comercial y la previsibilidad de su política económica. El mundo no elige el dólar por simpatía: lo elige por confianza. El gran daño que se está causando al mismo EE. UU, no es solo en sus aranceles, sino la creciente incertidumbre como destino seguro para inversiones.

Esta nueva narrativa, que apunta al crecimiento interno mediante la protección de la industria local, es un discurso efectivo en tiempos electorales, pero que, en todos los casos, acaba en decrecimiento e inflación. La libertad económica ha sido siempre la principal herramienta de crecimiento. Frente al rechazo generalizado del mercado y la opinión pública al incremento en aranceles, el gran temor es un intento deliberado de debilitar el dólar para conseguir competitividad. Es un esfuerzo de desmantelar Bretton Woods y forzar un nuevo acuerdo global en Mar-a-Lago.

Al EE. UU, imponer aranceles del 10% a todas las importaciones representa un golpe directo al orden multilateral diseñado por EE. UU, en lugar de integración, se propone fragmentación. Una medida así estimularía represalias comerciales, distorsiones de precios y, sobre todo, inflación. Además de elevar el precio de los bienes importados, 40% de las importaciones de EE. UU, son insumos para sus exportaciones. No es que EE. UU, no pueda competir en manufactura, es que el capital gravita hacia actividades de mayor retorno, como tecnología donde se puede ganar un 40%, en lugar de acererías donde los retornos apenas alcanzan el 10%. La libertad permite la eficiencia.

Trump ha manifestado su intención de presionar a la Reserva Federal para mantener tasas de interés bajas, incluso si las condiciones inflacionarias no lo justifican. Esta politización de la política monetaria, recuerda los errores de los años 70, mina la independencia del banco central, pilar fundamental de la credibilidad del dólar. Sin una Fed libre, los inversionistas internacionales pierden el ancla de confianza que les brinda seguridad sobre sus reservas en dólares. Se insiste, además, en una política fiscal expansiva sin respaldo técnico, lo que obligaría al Tesoro a emitir más deuda en un contexto en el que ya se discute abiertamente la posible pérdida de su calificación crediticia.

Este no es el primer esfuerzo populista en el mundo, pero sí es la primera vez que toma fuerza en EE. UU. Es extraño que aquello que Valery Giscard D’Estaing, padre de la Comunidad Europea, llamó el “Privilegio Exorbitante” (que el dólar sea la moneda de reserva global), ahora se perciba como una carga. Los BRICS han fracasado de todas las formas posibles en su intento por generar una alternativa. En parte, ese gran déficit fiscal permanente que alimenta la supremacía militar ha sido posible gracias a ello. Es la primera vez, en la historia reciente, que durante una crisis se aprecia el euro y el oro, mientras cae el dólar. Esperemos que el remedio no resulte peor que la enfermedad.