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Las urnas hablaron en Chile. Tras la aplastante victoria del rechazo en el plebiscito del pasado domingo sobre la propuesta de una nueva Constitución, que fue cercana al 62 % versus el 38 % del apruebo, se abre en ese país –gobernado desde apenas hace seis meses por el partido Convergencia Social, la nueva izquierda encarnada por Gabriel Boric– un difícil tiempo de incertidumbre política. Lo sucedido no debe interpretarse como una ocasión para reivindicar victorias ni enrostrar derrotas, sino como un tiempo para una necesaria reflexión acerca del inestimable valor de la unidad como argumento sustancial en el dificultoso trámite de sacar adelante las grandes aspiraciones de nación. Conviene tomar atenta nota para evitar transitar los mismos senderos tormentosos.

Pese a que la gran mayoría de los chilenos, tanto los que votaron a favor como quienes lo hicieron en contra del texto refundacional del Estado construido durante un año por los 155 diputados de la Convención Constitucional, insisten en que se requiere una nueva Carta Magna para dejar atrás la que entró en vigencia en 1980 en la dictadura de Augusto Pinochet, el foco se centra ahora en cómo se retomarán las negociaciones o de qué manera se dará continuidad al proceso constituyente. Casi desde su inicio, este ha resultado extremadamente complejo debido a la absoluta ruptura de puentes de entendimiento entre los distintos grupos que fueron elegidos para participar en él. Algunos de ellos surgidos después del estallido social de 2019.

Encontrar las opciones para volver a tenderlos, a través de las vías institucionales, es uno de los principales retos que afrontará el Gobierno de Chile, luego de la formidable lección de palpitante democracia que dieron más de 13 millones de ciudadanos, expresándose con total libertad acerca de su futuro en una jornada electoral con participación histórica. Este NO, sin ambages, demuestra que la gran mayoría de la sociedad chilena, al margen de su orientación política de izquierda, centro o derecha, no se sentía reflejada en el texto constitucional. Cada sector, como es lógico, tuvo sus razones particulares para rechazarlo de una forma tan rotunda, pero en líneas generales –como sucede con la actual Constitución, objeto del proyecto de reforma– los votantes no percibieron que sus aspectos centrales los unían ni los representaban como país. Tampoco resolvía sus demandas sociales más urgentes, entre ellas mejores pensiones, salud o educación, además de seguridad, que son problemas presentes en sus vidas diarias.

La madurez política de los chilenos, y aquí la extraordinaria dimensión de este soberano triunfo ciudadano, pudo más que sus anhelos de cambio que, dicho sea de paso, se mantienen intactos. En consecuencia, este nuevo comienzo convoca a la moderación, al diálogo y la búsqueda de consensos al presidente Boric; a su Gobierno, que dice remodelará; al Congreso, que recobrará protagonismo; y a todas las fuerzas políticas para que con sentido de realidad sean capaces de negociar, dejando de lado radicalismos o posiciones ideologizadas, que representan solo a unos sectores. En Chile, Colombia o en cualquier otro país democrático, existen colectividades definidas, determinantes y diversas, que pueden generar más o menos identificación, pero que en ningún caso, menos por revanchismo, deberían ser excluidas de los decisivos acuerdos nacionales, so pena de desatar inaceptables desequilibrios.

El sensato tono de Boric, tras asumir el ramalazo que le corresponde, puesto que hizo de este proceso un propósito de gobierno, lo que al final también le pasó factura a la iniciativa vista como un referéndum de su mandato, contrasta con la destemplada e intervencionista reacción del presidente Gustavo Petro. Como él, se equivocan quienes infirieron que el contundente rechazo de la ciudadanía debía interpretarse como el restablecimiento de la nefasta dictadura de Augusto Pinochet. No se trata de derecha ni de izquierda, sino de sentido común, el que parece recobrarse luego de este valioso ejercicio democrático en el que diferentes sectores coinciden en volver a barajar para persistir en construir un camino común en el que prime la sensatez, la moderación y el entendimiento, sin imposiciones, rencores ni enconos. La política, el arte de lo posible, exige grandeza para avanzar. Pero sobre todo, requiere dirigentes que estén a la altura de escuchar, entender y aceptar lo que la ciudadanía demanda. Que prime la paz social.