Jair Bolsonaro dio positivo para COVID-19 en la cuarta prueba a la que se sometió desde el inicio de la pandemia, y luego de tener fiebre de 38ºC. El presidente de Brasil reveló el resultado en un encuentro con periodistas indicando que se siente “bien” y que lo recibió “sin pánico”. Faltaría más, si él mismo había dicho que dado su historial de atleta no tendría de qué preocuparse si resultaba contagiado. Pues ya lo está.
Claro que haciendo gala de su impresentable estilo, mezcla de un rotundo negacionismo sobre los riesgos del virus y de una cínica e irresponsable actitud que lo ha llevado a contrariar en todas las formas posibles las medidas de aislamiento social y prevención sanitarias.
El líder de ultraderecha aseguró que el coronavirus es “como la lluvia” y por tanto “mojará a muchos”, incluido a él ahora. Resultaba ingenuo creer, como muchos habían estimado, que Bolsonaro, si se contagiaba, cambiaría su desprecio infinito por la ciencia y por la misma enfermedad a la que calificó como una “gripecita”. Dolorosamente el coronavirus, que no es un mal menor, ha matado a cerca de 70 mil personas e infectado a un millón 600 mil personas en esta nación, que ya es la segunda del mundo con más decesos y casos confirmados.
Obsesionado con el crecimiento económico y defendiendo que “no se puede parar de trabajar”, pasando incluso por encima de la salud y el bienestar de las personas, Bolsonaro anunció que entraba en cuarentena, pero no en cese de actividades, y llamó una vez más a acelerar el fin de las restricciones decretadas en estados donde la COVID-19 continúa sin control, y cuyos gobernadores se le han enfrentado abiertamente desafiando su reprochable desdén hacia esta monumental crisis sanitaria, a la que alguna vez también consideró una “histeria” colectiva.
A cuántas personas no habrá contagiado el jefe de Estado de Brasil, un populista redomado, que horas antes de ser diagnosticado cumplía una intensa agenda pública, sin ninguna precaución, asistiendo a actos masivos estrechando las manos de autoridades y abrazando y besando a sus partidarios en los baños de multitudes que tanto le gustan.
Qué podría esperarse de quien declaró hace unas semanas, cuando ya se contabilizaban miles de fallecidos, “el brasileño debería ser objeto de estudio, no se contagia aunque le veas saltar a una alcantarilla. Sale y bucea, no le pasa nada”.
Bolsonaro apostó por una errónea estrategia, que lo llevó a cometer monumentales errores, al intentar aminorar la dimensión de la pandemia generando falsas expectativas en los habitantes de Brasil, que pagan un precio demasiado elevado por la inconciencia de su principal gobernante, quien hoy luce totalmente desdibujado y acorralado por la magnitud de la tragedia que sacude al país.
Las patéticas ocurrencias y desafortunadas salidas en falso de este jefe de Estado, que como su segundo nombre se autoproclamó Mesías, ni evitaron la desbocada curva de ascenso de contagios y muertos ni sirvieron para paliar el ruinoso alcance económico de la pandemia en el gigante sudamericano, en el que sigue creciendo la pobreza que ya afectaba a 55 de sus 217 millones de habitantes antes de la actual crisis.
Sin duda, superar el virus debe ser hoy la principal preocupación del mandatario, pero no la única. La devaluación de la moneda, la corrupción rampante, la violencia callejera que causa al año más de 63 mil muertes, el racismo, la discriminación, la desigualdad social son solo algunas de sus asignaturas pendientes.
Está claro que Bolsonaro gobierna un país con tantos frentes como heridas abiertas, varias de las cuales se han agrandado por la improvisación de sus propias decisiones, hoy fuertemente cuestionadas por quienes antes fueron sus aliados, como el exjuez federal Sergio Moro, su antiguo ministro de Justicia, quien lo acusa de interferir en la Policía Federal. Un caso por el que el Tribunal Supremo lo investiga. Pronta recuperación, señor Bolsonaro.