El 1° de enero entró en vigor la medida que reduce el costo de 902 presentaciones comerciales de medicamentos, una iniciativa que se materializó gracias a la insistencia del entonces ministro de Salud Alejandro Gaviria, y que fue firmada hace apenas unos meses.
La reducción promedio en el valor de estos medicamentos será de 50%, lo cual implica un ahorro al sistema de salud del orden de $360 mil millones.
Es de resaltar que una gran parte de las medicinas incluidas en la lista son medicamentos para tratar el cáncer y la depresión, además de un grupo significativo de anticonceptivos, que antes eran demasiado costosos para la mayoría de los pacientes colombianos.
Dos de los principales argumentos que tuvo en cuenta el ahora exministro Gaviria para gestionar una medida que se ha debido tomar hace tiempo, tienen que ver con la justicia (Colombia pagó por años tarifas muy altas en comparación con otros países de la región) y también con garantizar la sostenibilidad financiera del sistema.
La reducción del precio en los medicamentos es un tema que nos recuerda el debate mundial sobre la materia, que trasciende el factor científico para concentrarse en el componente ético de la problemática. Si bien es cierto que el proceso necesario para poner en circulación una medicina cuesta dinero, y que esto necesariamente se traduce en el costo final a los pacientes, no lo es menos que en el mundo mueren 1.200 personas cada hora por falta de acceso a tratamientos farmacológicos, según cifras oficiales de la OMS (Organización Mundial de la Salud).
Este bache que existe entre las dinámicas del mercado y la realidad a la que se enfrentan cientos de millones de personas que no cuentan con los recursos para tratar sus enfermedades, seguirá siendo de suma importancia en las discusiones globales de este siglo.
En lo referente a Colombia, un país en el que siguen muriendo personas de ingresos bajos por enfermedades tratables, es justo celebrar este tipo de medidas que, en últimas, priorizan la salud y la vida de los ciudadanos. Pero también es necesario preguntarse por qué tantos gobiernos permitieron por tanto tiempo que los colombianos pagáramos los medicamentos más costosos del continente.
Esta no es una pregunta retórica. Por el contrario, su planteamiento y su respuesta nos pueden ayudar a comprender –y a no repetir– nuestra nociva tendencia a poner por encima los intereses de mercado cuando están en juego los más básicos derechos de los ciudadanos, en este caso particular, la salud y la vida.