De la audiencia pública celebrada el pasado jueves en la Corte Constitucional, en la cual diversas entidades del Estado abordaron el tema carcelario en el país, no surgió nada distinto a lo que ya conocemos de sobra. Se dieron cifras. Se expusieron carencias. Se lanzaron algunos dardos disimulados.
Lo primero que salió a la luz es el tema del hacinamiento, que llegó este año al 49%. Este parece ser el mayor de los problemas, ya que el número de personas privadas de la libertad aumenta a un ritmo muy superior al de los cupos en las cárceles. Ese hecho supone unas condiciones indignas para los internos, a quienes el sistema penal les castiga no solo con la privación dictada por los jueces, sino también con unas condiciones de reclusión que vulnera la mayoría de sus derechos.
Por otro lado, se expusieron las dificultades que persisten en el cumplimiento a la obligación constitucional que tiene el Estado con los infractores, en lo referente a los procesos de resocialización. Falta de recursos es la queja más reiterada, pero habría que agregar que no existe una política pública seria que garantice que nuestros centros penitenciarios no son escuelas del delito, ni mazmorras para olvidados, sino lugares en los que los infractores de la ley reciben una segunda oportunidad al tiempo que saldan sus deudas con la sociedad.
También se trató el tema de la eficiencia de la justicia. Algunos, como el procurador delegado para los Derechos Humanos, Carlos Medina, se atrevieron a sugerir que es preciso hacer un uso racional a la detención preventiva, a lo cual el fiscal General Martínez respondió que no es procedente darle consejos a su institución que impliquen desestimular las labores propias de su competencia: perseguir criminales y encarcelarlos. Lo cierto es que de nada sirve que la Fiscalía investigue y ordene capturas si los presuntos criminales deben permanecer privados de la libertad durante meses sin que ni siquiera se les inicie un juicio.
Mientras las entidades como la Defensoría del Pueblo denuncian y la Fiscalía replica, los organismos encargados de administrar las prisiones muestran cifras insuficientes de programas de estudio y trabajo, prometen redoblar los esfuerzos en el control del consumo de drogas al interior de los penales y se quejan de nuevo por la falta de recursos para atender la situación.
Lejos de aportar luces acerca de cómo solucionar los múltiples problemas que enfrentan los ciudadanos que pagan con cárcel sus delitos, esta audiencia pública parece demostrar la confusión, la ausencia de trabajo coordinado de las instituciones responsables, la poca importancia que tiene para el Gobierno el destino de las 119.842 personas que se apiñan en los centros penitenciarios donde tienen que caber a la fuerza.
Si estas condiciones no cambian, si no comenzamos a tratar a los infractores de la ley como seres humanos, resultará imposible que las sanciones penales cumplan con el objetivo constitucional de reinsertar a los condenados a la vida en sociedad, como ciudadanos rehabilitados y productivos. Porque, sin importar la dimensión de los delitos que se cometan y las penas que se deban pagar, el sistema penal no puede convertir su componente punitivo en un elemento de venganza.