Malas noticias llegaron ayer desde Estados Unidos con respecto a la expansión de los cultivos de coca en Colombia.
El director de la Oficina de Política Antidroga estadounidense, Jim Carroll, informó que los sembrados alcanzaron en 2017 las 209.000 hectáreas, lo que supone un aumento del 11% frente a las 188.000 contabilizadas el año anterior.
El alto funcionario valoró positivamente los esfuerzos que está realizando el Gobierno colombiano en materia de erradicación, pero lamentó que estos se vean sobrepasados con creces por la aparición de nuevos cultivos.
Tiene razón Washington al calificar la situación de “inaceptable”. Lo es, en efecto. Pero no solo para EEUU, que defiende legítimamente sus intereses, sino también para Colombia, que ha padecido, como ningún otro país, la violencia en todas sus facetas derivada del narcotráfico.
Dijo Carroll que la expansión de los cultivos de coca en Colombia ha tenido como “consecuencia” que se haya disparado el consumo de cocaína en EEUU. Señaló que entre 2013 y 2016 se produjo un incremento del 81% en nuevos consumidores de droga y del 110% en muertes por sobredosis.
Sin entrar en el eterno debate de si el gran motor del negocio del tráfico de droga es la demanda o la oferta, es comprensible la preocupación de las autoridades norteamericanas ante un fenómeno que golpea con extraordinaria dureza a su sociedad. Una preocupación que, si la situación se sigue agravando, podría traducirse en una descertificación de nuestro país, con las consecuencias indeseables que ello acarrearía en materia de ayudas económicas de Washington.
El presidente Santos ha argumentado en más de una ocasión que el aumento de los cultivos de coca es una consecuencia pasajera de la desmovilización de las Farc, y que ese problema se superará mediante los programas de erradicación y la promoción de cultivos alternativos.
El Gobierno, amparado por la Corte Constitucional, sigue reacio a reanudar la erradicación por aspersión. Y no hay en el mercado un producto químico para ese fin que no produzca los terribles efectos del ya conocido glifosato.
¿Será necesario imponer una erradicación manual forzosa, en vez de voluntaria? El Gobierno no se muestra partidario, por los posibles trastornos sociales que ello puede provocar en ciertas comunidades. El presidente electo, Iván Duque, en cambio, se ha mostrado proclive a esa opción.
Son decisiones que deben tomar los gobernantes, con base en análisis serios. Lo que es indiscutible es que algo hay que hacer con urgencia, ya sea dotar de eficacia las estrategias actuales o imprimirles un giro.








