En los bordes, las esquinas, las estancias, los parajes, en la página del día, en los medios, los recreos, en los torneos deportivos, en las copas, en la vía, entre amigos, en los juegos, en la misma comitiva, en la ventana, en la pantalla y por supuesto en las vitrinas ventiladas de algunas redes sociales, cohabitan y conviven las distancias más nocivas. Cotidianas, con disfraces, muchas veces parecidas, con mordazas y disparos, con anzuelos, con arpones, con cuchillos, sin fatiga.

Como viejos asesinos que se encuentran en una calle sin salida y a pesar de ser amigos; como amigos de la muerte se cobijan y se invitan en silencio a dejar solo con vida a una sola vida, de las dos que ambos caminan.

Así como si nada, como si todo fuera poco y casi nada conmoviera, una parte de este mundo vive en un mundo pequeño; mundo de disparos y de ataques sin medida, sin freno, sin salida.

A un chico lo condenan por errar aquel penal y le endosan la culpa al color de su piel. Entre familias de otros gladiadores del balón, se maltratan en la mesa, se atropellan, ensucian la bandera que sus hijos representan. A una dama empoderada, fuerte y viva, sin temores ni mordazas, la condenan por sus faldas, sus ideas, actitud y valentía. Al que piensa diferente le arrebatan la palabra, le intimidan la mirada y le descargan el fusil. Al que sigue otro camino, su capacidad de amar le instigan. Al que cree en otro templo se señala, al que no repite todo con el mismo tono y con el mismo sonsonete, se le tilda de cretino y se le culpa del destino.

Todo es desmedido, todo se amenaza. Todo se tribula. Todo se extermina.

“Cree lo que creo, siente lo que siento y sobre todo: odia lo que odio” dicen muchos en silencio, entre arengas de sus tribus.

Ya no sé cómo llamarlo, no sé cuál es el título. Es evidente que está vivo en los ejes del poder y sus consignas, en las rabias y rabietas represadas de unos tantos reprimidos, en las voces ya maltrechas de todo el que quiere aferrarse a su espacio ya marchito, aun cuando el mismo, es más desvanecer que gloria.

Ya no sé cómo llamarlo, si es soberbia, intransigencia, intolerancia o fanatismo. Y si eso fuere, como todo indica y todo parece; no nos queda más, que ante lo mismo, aferrarnos con decoro y entusiasmo al desprestigio que merecen sus escudos y parlantes, sus aullidos, para entonces recordarles con arrojo y con respeto, con el espíritu bien puesto, bien calzado de moral, una máxima que arrojó un grande, y como tantos grandes escasean en este mundo inusitado de artefactos explosivos en el verbo y la mirada y la gatillo, más valioso aun. En años iluminados y prodigiosos, Françoise Marie Auret, más conocido como Voltaire, escritor, filósofo, y poeta francés, una de las figuras máximas de la ilustración, dijo al respecto de este tema:

“El derecho a la intolerancia, es por lo tanto, absurdo y bárbaro: es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, pues los tigres solo matan para comer, y nosotros nos estamos exterminado por unos párrafos” Voltaire.

Este lado del mundo en que vivimos es intolerante y espeso, por sus calles caminan más demonios que Dioses. Tal vez ahí radica la razón de tanto llanto, tanta inclemencia y tanto maltrato, en la brutal intolerancia que todo lo gobierna, a la que espero un día, entre todos, le dejemos Sin título.