Henry Miller, el controvertido best seller, menciona una gran verdad que merece ser transcrita y carece del ingrediente “porno” que Miller acostumbra describir en sus narraciones.
El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo y, en su agonía, se quita la piel del tiempo. Y yo agregaría que esta enfermedad terminal ha hecho metástasis penetrando hasta los más profundos cimientos de la sociedad, amenazando con derrumbarla.
Los hombres se matan entre sí. Pueblos enteros dominados por fuerzas incontrolables de poder se hunden en interminable anarquía; grandes cinturones de población humana se debaten en implacable agonía de hambre y sed, los valores y la ética sufren transformaciones y la ecología, a pesar de grandes esfuerzos de grupos especializados se encamina al inexorable desastre.
Esto decía Jesús María Guillem, mi inolvidable amigo, profesor de Literatura y español: “Todos aquellos que han sido prohijados por la suerte y que se abrigan con frazadas de dinero, que se acuerden de los huérfanos, ancianos, enfermos desprotegidos, presos, manicomios, hospitales, mendigos, despojados, descamisados y de todos los que padecen hambre, sed, miseria y resten de los presupuestos de las fiestas que ofrecen a sus amigos. Porque los grupos vulnerables mencionados anteriormente son una dolorosa y angustiada población. Envíen su ayuda a través de las tuberías de la caridad”.
Al llegar al medio siglo de existencia, muchos seres humanos, acostumbrados a las disciplinas del pensamiento, a lucubraciones del alma, a la angustia existencial, a la afanosa búsqueda de respuestas, acuatizan en el mar de la serenidad porque ya han dejado en el camino la carga de las vanidades, de los egoísmos y de las frustraciones, y asumen una nueva actitud filosófica, de tolerancia gradual y de equilibrio emocional. Y ante la explosión de urgencias y afanes de la juventud manifestada en la violencia de sus “carreras a ninguna parte” el hombre maduro acude a ese recurso que proporciona la experiencia y el lazo de los afectos, para detener el ímpetu juvenil.
Sin embargo, algunas veces el hombre no sabe qué hacer o qué decir para mostrar a un hijo, a un sobrino, o a un alumno, la intranscendencia de sus frivolidades y afanes, de sus dificultades y pequeñeces, de la urgencia de madurar ante un mundo acelerado y la necesidad de sembrar en sus almas nihilistas un gramo de espiritualidad ante una sociedad desestabilizada.
Es la lucha del hombre contra su propia especie. Es la pugna de las generaciones por el predominio de las causas, es la batalla de los padres contra los hijos en aras de la supervivencia, desigualdad que no admite treguas o intervalos, ni causas y efectos. Ni debates y discusiones.