Cuenta el historiador José Lovera que el 16 de diciembre de 1961 el Presidente John F Kennedy visitó a Venezuela y fue invitado a una fastuosa cena por el Presidente de ese país Rómulo Betancourt. Al día siguiente circularon inquietantes rumores acerca de los platos brindados por el anfitrión a su huésped norteamericano. Se decía, de manera perversa, que a Kennedy se le había ofrecido un menú basado en la cocina venezolana. Ello le pareció ofensivo a los encargados del protocolo en el Palacio de Miraflores Visiblemente indignado el jefe de esta dependencia convocó de urgencia a los medios y declaró que ese infame rumor era una calumnia denigrante y apátrida.
Además de poner en evidencia la poca valoración que en ese entonces se tenía por las cocinas locales en Sudamérica dicha actitud confirma lo afirmado por Jean François Revel, en su libro El festín de las palabras, de que todo menú constituye un ejercicio de retórica. A pesar del carácter contingente y provisional de los platos anunciados un menú refleja la endurecida mentalidad de su época. En algunos de ellos una jerga grandilocuente servía para desconcertar y deslumbrar. Ello no debe extrañarnos pues el restaurante en nuestras latitudes surgió para acercar las cocinas lejanas y en ese giro inusitado, contrario al de la propia Europa que valoraba sus cocinas nacionales, alejó a la cocina cercana vista como un rustico huésped indigno de su pompa y distinción.
Lo difícil, afirma Revel, es “reencontrar detrás del aparato verbal de las cocinas de artificio, la cocina popular, anónima, campesina o burguesa, que exige su punto y sus pequeños secretos, que evoluciona lenta y silenciosamente y donde no hay un inventor particular”. Pero esa cocina doméstica y tradicional no puede permanecer muda, pues limitada al silencio no vale por sí misma. Una extensa reflexión ciudadana es necesaria para que no se estanquen y queden reducidas a meros patrones alimentarios. El ámbito culinario debe ser visitado no solo por las distintas disciplinas académicas sino por la literatura y el arte para poder cimentar una pedagogía societaria y generar en torno a dicho campo una extendida valoración y sensibilidad.
Las observaciones realizadas por antropólogos e historiadores acerca de la arbitrariedad y frivolidad en la práctica de nuevas propuestas de cocina pueden molestar a algunos jóvenes cocineros que ven en ellas una intrusión de otros campos del conocimiento. No se trata de limitarles a una simpe reproducción mecánica de las preparaciones tradicionales sino de invitarlos a pensar nuestras cocinas y explorar el complejo mundo de sus originales taxonomías, las asociaciones contempladas en sus propias gramáticas, registrar sus prescripciones y restricciones rituales y sumergirnos en la historicidad de sus ingredientes y técnicas.
Las cocinas tradicionales son una cimentada plataforma para la edificación de una autentica gastronomía nacional. Por ello es preciso recordar la certera afirmación de Revel “Un chef que no empieza por cocinar y combinar por lo menos tan bien como un campesino, los productos de la base de la cocina, que para el deben ser la nota de una sinfonía más compleja, es un impostor”.
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