La espiral de atentados y ataques indiscriminados que se han producido en Irak desde la Guerra del Golfo en 1990 y la Operación Tormenta del Desierto, en el 2003, es imparable. Más de dos millones de víctimas han dejado un rastro de sangre que ni los esfuerzos de los Estados Unidos ni del gobierno provisional de Irak pudieron evitar al tratar de detener estos inexplicables enfrentamientos de iraquíes contra iraquíes.

A las cifras anteriores debemos sumar tres millones de desplazados y dos millones más de refugiados en territorios de Siria y Jordania. Víctimas inocentes, mujeres, niños, hombres de todas las edades, soldados jóvenes que dejaron sus vidas en los frentes de batalla y, por supuesto, madres que, como todas las del mundo, lloraron a sus hijos.

En ese país del Lejano Oriente casi todo ha sido destruido, devorado por las guerras: la infraestructura de los servicios elementales como las escuelas, las vías de comunicación, los milenarios museos arqueológicos, hospitales y edificios.

No obstante, y después de la Guerra del Golfo, su capacidad económica fue bloqueada y limitada al canje de su petróleo, por medicamentos y alimentos, razón por la que quedó demostrado que los iraquíes no tuvieron injerencia en el atentado de las torres gemelas. Una guerra que se hubiera podido evitar.

Irak invadió a Kuwait cuando estos, por pedido de Sadam Hussein, se negaron a estabilizar el precio del petróleo causando un grave daño a su economía. Naciones amigas del país invadido acudieron con sus poderosos ejércitos de tierra, mar y aire –dotados de misiles y bombas inteligentes– y desalojaron a los iraquíes del país situado en Asia Occidental, diezmando totalmente sus fuerzas.

El error histórico se le adjudicó a Hussein al negarse a escuchar a sus asesores militares de retirarse a tiempo ante el poderoso enemigo que estaba a las puertas de Kuwait. Posteriormente, el presidente Obama apartaría sus tropas en forma escalonada para facilitarles a los iraquíes asumir el control de su país.

Por otro lado, las motivaciones expuestas por la administración Bush no encontraron evidencia de la existencia de armas de destrucción masiva, focos de terrorismo de Al Qaeda o algún peligro que atentara contra los Estados Unidos proveniente de Irak.

Así las cosas, se justificaba el derrocamiento de Hussein pero no la guerra contra una nación desarmada, invadida, bombardeada, arrasada y saqueada a través de sus milenarios monumentos, museos y demás valores culturales que, a diferencia de los bárbaros nazis en la invasión de Francia en la Segunda Guerra Mundial, ni tocaron.

La consecuencia irreparable de todo esto ha sido una guerra civil interminable en la que se exterminan los iraquíes unos a otros en aras de un gobierno democrático impuesto, que ellos consideran utópico e inaceptable por su ancestral cultura de gobiernos teocráticos, como lo son muchos gobiernos del Lejano Oriente.