Una de las razones por la que fracasan los países es la debilidad de sus instituciones, en particular, la de sus órganos de representación democrática. Colombia ha tenido una práctica reformista propia de naciones jóvenes que aún no logran establecer dinámicas electorales estables, al punto en el que de tanto en tanto se cuestiona desde el periodo presidencial hasta las reglas que rodean las elecciones locales como de orden nacional.
Entonces, no es extraño que dentro de una reforma política se piense nuevamente en extender el periodo presidencial de 4 a 5 años, criterio que es absolutamente arbitrario pues no hay una motivación clara diferente a una intención de una mayor permanencia en el poder, que no supone nada diferente a una misma cultura reformista de la Constitución de 1991. Nuestra constitución política está diseñada de tal forma que el ejercicio de pesos y contra pesos se articula a partir de los periodos presidenciales entonces cualquier cambio supone una reconfiguración de todo nuestro esquema institucional. Recordemos el caos que se presentó cuando el gobierno de Uribe y el congreso de su momento aprobó la reelección, un hecho que sin duda sentó un precedente negativo en nuestro país pues dicha reforma no tuvo como bases una necesidad institucional sino una manifestación popular que debilitó toda la estructura orgánica constitucional.
Dicho esto, la reforma política no puede perder el rumbo de su propósito principal el cual es fortalecer las débiles reglas electorales y no cambiar de fondo una estructura política que ha sido previamente víctima de reformas sin mostrar ningún beneficio como contrapartida. Dentro de esta reforma los ejes centrales deberían ser el voto obligatorio o las listas cerradas en las elecciones al Congreso, cuestiones que ameritan amplia discusión y sobre las cuales no hay unanimidad pues si bien pueden traducirse en ejercicios serios para la participación democrática también pueden convertirse en herramientas que limiten las libertades de la participación electoral.
Quienes están liderando las principales reformas que se adelantan ante el congreso deben entender que estas propuestas conllevan una inmensa responsabilidad y que un buen Congreso no se define por el número de reformas que aprueban sino por un buen ejercicio de control político y una deliberación informada que le de confianza a los ciudadanos de las decisiones que se adoptan en dicho órgano. Ese impulso reformista liderado por el partido de gobierno no puede convertirse en un ejercicio desenfrenado de intentar cambiar cosas que funcionan bien; un error típico latinoamericano de creer que todo se soluciona a través de los cambios legislativos o constitucionales. Vuelvo sobre la afirmación inicial de esta columna para reiterar que no necesitamos tantos cambios constitucionales, como extender periodos como el del gobierno y el Congreso, sino fortalecer nuestras instituciones, empezando por respetarlas.
@tatidangond