La destitución de Gustavo Petro, en el largo plazo, le servirá mucho a él y le hará daño al país. Después de la descocada y criminal administración que hizo Samuel Moreno de la ciudad, no era fácil que los bogotanos le perdieran aún más el respeto y la fe a la oficina del alcalde, y sin embargo Petro lo estaba consiguiendo. A un visitante le esperaba una letanía de quejas de los locales que empezaban con el estado del Puente Aéreo (en donde la cola para esperar un taxi, que antes era corta y eficaz, a veces se extendía más de 100 metros) y seguía con pormenores de los huecos y los trancones, con caras de resignación y comparaciones, desfavorables para la capital, con la vida en otras partes. ¿Cómo iba a ser Petro peor que Moreno, que acababa de llevar a cabo la operación de saqueo masivo más grande de la historia del país? Y sin embargo la percepción parecía ser esa. Me recordaba una vieja broma: El profesor le manda una nota a los padres de un alumno: “Señores, su hijo ha tocado fondo… ¡pero sigue cavando!” Petro, que había sido un parlamentario respetable y combativo, había arruinado su carrera política en su paso por la alcaldía, y seguía cavando.
Hasta que el lunes pasado el procurador Ordóñez lo rescató.
A los malos gobernantes hay que dejarlos que terminen sus periodos, y el pueblo tiene que padecer las consecuencias del mal (o buen, cuando es bueno) liderazgo que ha escogido. Esas son las reglas de la democracia. Si alguien —un genio, un brujo, un filósofo, un procurador— pudiera saber a priori si un gobernante será bueno o malo, no harían falta los votos ni las elecciones. Pero la democracia es un tortuoso proceso de ensayo y error, en el que las reformas importantes a veces toman décadas, y en el que la sociedad crece a tientas hacia la luz, con la certeza, pero también con la lentitud y los meandros, de un organismo vegetal. Por eso, como dijo Churchill, es la peor de las formas de gobierno, con la excepción de todas las demás que se han intentado. Cuando se interrumpe el proceso, las consecuencias suelen ser más graves que el mal que se pretendía curar. Si a Salvador Allende lo hubieran dejado gobernar —y fracasar—, América Latina se hubiera ahorrado quizás a Hugo Chávez.
La decisión del procurador es, sin lugar a dudas, tanto jurídica como política. Y justificable como pueda ser desde el punto de vista jurídico, como han afirmado muchos expertos constitucionalistas, en lo político es de una miopía incalculable. Fortalece a quien pretendía destruir, y lo transforma de un mal alcalde en un héroe de la izquierda continental. Le entrega a Petro, que no había logrado encontrarla por su cuenta, la herramienta invaluable de una narrativa, de la que ya comenzó a sacar provecho en sus dos discursos de esta semana. En ellos, radicalizó su mensaje de izquierda, se mostró más dogmático que nunca e invocó el lenguaje de la lucha de clases tan bien como Chávez o Maduro. Es una narrativa en la que él es víctima de un complot de “la derecha” contra “el pueblo”. Y esa es una película muy taquillera tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.
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