Navidad significa nacimiento. Por eso lo más natural es que en esta temporada se invoquen altos valores relacionados con los comienzos, con el futuro, con apostarle a la esperanza de la misma manera en que jugaríamos nuestros restos al 13 negro en la ruleta. Eso funciona bien cuando contemplamos las luces de los arbolitos, cuando abrazamos a alguien a la medianoche del 24 y cuando se nos da por recordar que el regalo que recibimos o el trago que compartimos en este mes, son posibles en virtud de la conmemoración de un parto, de una advenimiento, de una “nativitas”.

He creído, en oposición a la etérea nostalgia navideña, en lo peligroso que es vivir pensando en el futuro; por el contrario, pienso que solo es posible disfrutar de los pequeños paraísos que se nos otorgan, recuperando lo perdido a través del recuerdo, que nos hace omnipotentes. A la memoria vienen entonces, paradójicamente, en un tiempo en el que se conmemora un nacimiento, los que han muerto.

Ha muerto Paco De Lucía; ahora es mía su mano derecha. Ha muerto Robin Williams; ahora son mías sus carcajadas y sus tristes ojos azules. Ha muerto Óscar De la Renta; ahora son míos los dos pasos hacia a atrás que deben darse para mirar a una mujer vestida. Ha muerto Gustavo Cerati; ahora son míos sus hermosos acordes pretenciosos. Ha muerto Alfredo Di Stefano; ahora es mío su arte de construir belleza con las piernas. Ha muerto James Foley; ahora es mía su sangre manchando la arena caliente. Ha muerto Joe Cocker; ahora es mía su voz que desgarra el viento. Ha muerto Juan Gelman; ahora son mías sus oraciones hechas poemas. Ha muerto Roberto Gómez Bolaños; ahora en mía la letra “ch”, en clave de risa. Ha muerto Fernando González Pacheco; ahora es mía toda la televisión de Colombia. Ha muerto Gabriel García Márquez; ahora son míos el Caribe y los adjetivos que salvan vidas. Ha muerto Berty Cepeda, la hermana de mi madre; ahora es mía la valentía que surge del dolor.

Murieron muchos otros y morirán algunos más antes del 6 de enero, cuando la Navidad también fallezca. Y sus muertes no serán el final, como tampoco lo fue la del hombre cuyo nacimiento recordamos el 25 de diciembre. En medio de la fiesta y la música y la comida y las compras desenfrenadas y el desproporcionado culto a lo que vendrá, es bueno parar para comenzar a hacernos dueños de los que nos han dejado. Esa es una manera sensata de ejercer eso que llaman el espíritu de la Navidad.

No se trata, por supuesto, de un macabro ejercicio de necrología decembrina; es, más bien, un acercamiento a la certeza de que en realidad somos lo que nuestros muertos han sido, de que estamos hechos de sus cenizas, de que lo que nos salva no es la incertidumbre del porvenir, sino el sosiego de la memoria.

Los verdaderos comienzos, los verdaderos nacimientos, las verdaderas navidades provienen de un camino que acaba.

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