A estas alturas, tras tres décadas y media de diálogo con los grupos armados ilegales, no estoy de acuerdo con las negociaciones con los violentos y estoy convencido de que no conducen a la paz. En una sociedad democrática y civilizada, lo justo es aplicar la ley a quienes la violan.

Se ha venido haciendo lo contrario: renunciar al estado de derecho, claudicar en la aplicación del imperio de la ley, arrodillarse frente a los violentos, garantizar la impunidad. Peor, se decidió romper el principio de igualdad frente a la ley para tratar mejor al criminal que al inocente. Los violentos además acceden a beneficios económicos y políticos que el ciudadano de bien jamás tendrá.

En nuestro país el crimen paga. En especial para aquellos que hacen parte de organizaciones delincuenciales, para los que matan mucho. Un terrorista, que asesina a sangre fría, tiene garantizada su impunidad. Los peores, los criminales de guerra y de lesa humanidad, son premiados.

Dos argumentos se esgrimen contra mi posición. Uno, que la negociación tiene precisamente por fin que cese la violencia. Es contra fáctico. Los hechos muestran que las negociaciones no han traído el fin del conflicto ni el cese de la violencia. Ninguna de las desmovilizaciones y pactos firmados con los violentos trajo “la paz”. Tampoco han disminuido los homicidios. El año pasado hubo más asesinatos que en el 2016.

También se sostiene que el diálogo es el único camino porque el uso legítimo de la fuerza no consiguió poner fin al conflicto. Muchos conflictos internos se saldaron con el triunfo de una de las partes, desde la Guerra de Secesión hasta la derrota de Sendero Luminoso. En Colombia derrotamos estratégicamente a las Farc.

Además el argumento es anti ético: primero, que se sigan produciendo asesinatos no significa que se deba renunciar a perseguir a los asesinos ni, mucho menos, que haya que premiarlos. Una conducta mala repetida muchas veces no pierde su carácter perverso ni debe renunciarse a su castigo. Segundo, los ciudadanos de bien no deben arrodillarse frente a los asesinos para que rogarles que dejen de matar. Hay que fortalecer la Fuerza Pública para que no puedan seguir asesinando. La impunidad, por el contrario, no es solo anti pedagógica sino que estimula nuevas violencias.

Se negocia con los asesinos por la cruda y cruel razón de que tienen el poder de matar. La amenaza de nuevos homicidios late bajo la superficie esos diálogos.

Para rematar, los diálogos y las negociaciones solo han traído un reciclaje de los grupos armados ilegales y de los liderazgos dentro de esos grupos. Si algún grupo se desmoviliza, es reemplazado por otro. Y desde las negociaciones con la Corriente de Renovación Socialista, todas las desmovilizaciones han sido parciales. Siempre se han quedado por fuera una parte de los grupos violentos.

Finalmente, el reciclaje de la violencia tiene una explicación: hoy todos los grupos violentos, sin excepción, son mafiosos. La única manera de poner fin al conflicto y a la violencia no es la de los diálogos claudicantes sino el de la derrota del narcotráfico. Es devastador que esa lucha, vital, tampoco quiera darse.