El debate más estudiado en la historia política de los Estados Unidos fue el que enfrentó en 1960 a John F Kennedy y Richard Nixon. La televisión era un medio novedoso. Nixon, el candidato republicano, tenía toda la experiencia en la esfera de lo público y se enfrentaba a un joven senador bostoniano. El día anterior al encuentro, Kennedy se refugió en su casa de campo a estudiar las respuestas y se fue a dormir temprano. Nixon trabajó hasta las tres de la madrugada, llegó al estudio con signos de cansancio y durante el mismo mostró ante las cámaras mucho nerviosismo. Al final esta televisiva confrontación la ganó Kennedy. Desde ese día y hasta el pasado 29 de septiembre, este tipo de eventos fueron motivo de expectativa y orgullo de la democracia gringa.

Lejos quedó la desafortunada respuesta de Michael Dukakis, candidato demócrata, quien en 1988 enfrentó al, en ese momento vicepresidente George Bush, con quien luchaba por el primer cargo de los norteamericanos. Cuando le preguntaron si le otorgaría la pena de muerte a un hombre que en un hipotético caso violara y asesinara a su esposa, el lacónico no del exgobernador le costó mucho ante una audiencia conservadora en materia de castigos a este tipo de crímenes. En el olvido quedó la mirada que George Bush padre le hiciera a su reloj dejando la percepción de no querer estar debatiendo contra Bill Clinton. El inexperto gobernador de Arkansas le ganó al veterano tejano. Se abandonó a los recuerdos la famosa respuesta de un exalmirante, fórmula vicepresidencial del millonario petrolero Ross Perot en 1992, cuando respondió ante los millones de asombrados televidentes que él no sabía qué hacía en esa discusión. Perot había hecho una ejemplar campaña, pero esta posición de su compañero lo derrumbó en las encuestas.

El martes pasado la audiencia norteamericana y mundial vio una escena que se asemejó más a una disputa entre un retador y un exvicepresidente. El propósito de conocer las ideas y propuestas de los candidatos a ocupar la Casa Blanca para desde allí poder superar una pandemia con sus imprevistas consecuencias, no se cumplió. El futuro del cambio climático, la lucha por respetar la diversidad, la ética impositiva, el respeto a los resultados electorales y la responsabilidad que juró respetar el mandatario 45 de los Estados Unidos fueron estratégicamente enredados.

Trump fue el mago que sacó del sombrero insultos, transgresiones, interrupciones, palabrotas, irrespeto al moderador y por noventa minutos olvidó que estaba en el púlpito de la democracia más respetada del planeta. Los debates no definen una elección, permiten conocer qué opción está fortalecida o debilitada. Pero lo ocurrido en Cleveland fue la versión menos emblemática de este tipo de eventos. Fue el resplandor de unos “noes” que pensábamos superados en doscientos años de vida republicana de ese país. Esa nación tuvo esa noche una penosa (para algunos ganadora) presentación de Donald Trump porque el presidente de los Estados Unidos y su grandeza brillaron por su ausencia.