Como una urticante hidra, cuyos tercos tentáculos continúan regenerándose hasta nuestros días, Colombia —declaran algunos— pasó de ser un país de poetas sin poesía, a uno de novelistas sin novela. Las muy honrosas excepciones, porque las hay, las más de las veces desdeñadas, cuando no repelidas por el establecimiento literario, no harían otra cosa que confirmar la regla. En el entretanto, lejos de los reflectores, las obscenas estrategias de la industria editorial y las oportunistas y viajeras «delegaciones oficiales», un puñado de escritores de indiscutible talento y valía realiza su trabajo con tanta honestidad como silencio.

Poco antes de morir, Roberto Burgos Cantor afirmó que «el encierro, la soledad, son exigencias de la escritura literaria. No en un sentido dramático, del escritor incomprendido, sino como un requisito del oficio. Estar solo, para quien escribe, es la comprensión total de que solo él puede escribir, que no tiene la facilidad de otros oficios de decir “voy al parque, me tomo un café y en tanto vuelva, llamo al secretario y le digo que continúe con ese párrafo”. Eso no puede ocurrir. En ese sentido, es un trabajo solitario que solo lo puede hacer quien lo esté haciendo». Semejante declaración en una sociedad dominada por el espectáculo, la frivolidad y los intelectuales de café, no deja de resultar excepcional.

Poco a poco, sin que nos diéramos cuenta, nos vendieron el ideal de un escritor que conversa incansablemente (si lo hace sin medias, es aún mejor), que recibe premios; que asiste a lanzamiento de libros, a ferias internacionales, a reinados de la ganadería, a programas de radio, a polémicas de televisión, y lo aplaudimos. Sin darnos cuenta de que, como afirma Evelio Rosero, «el libro debería ser el punto final de la actividad del escritor».

Pero hoy en día las cosas no acaban allí —nos dice—. Parece que el escritor tiene que ser promotor y divulgador de su propia obra. Especie de publicista, político y empresario. No sirvo para eso, y eso es desafortunado. Algunos autores lo hacen muy bien. Viajan y viajan. Me sorprenden: ¿escriben sus obras en los aviones? ¿Cómo hacen? La pregunta es pertinente, más aún cuando esos viajeros incansables tienen decenas de novelas publicadas, y debidamente premiadas. El asunto se pone peor si recordamos que Rulfo sólo publicó una novela, y Borges ninguna. Todo indica que el escritor contemporáneo está tan ocupado haciendo el trabajo de alguien más, que ha olvidado, o al menos descuidado, el suyo, un trabajo en el que, por desgracia, nadie puede ayudarlo. Hemingway lo expresó de manera contundente: «Escribir al mejor nivel, es una vida solitaria. Organizaciones para escritores mitigan la soledad del escritor, pero dudo que mejoren su escritura. Crece en estatura pública a medida que se despoja de su soledad y a menudo su trabajo se deteriora».

Un escritor debería escribir lo que tiene que decir y no decirlo. Hablar menos y escribir más. Viajar menos y escribir más. Publicar menos y escribir más. La creación literaria exige que el escritor vuelva al encierro de su taller, a su terreno de juego, para que recuerde con Gabo que el brazo de un escritor se enfría más rápido que el brazo de un pitcher. Pero, al parecer, no muchos escritores están dispuestos a eso. Y el resultado vuelve a ser una literatura de autores cansados, cansados de hacer todos los trabajos imaginables, menos el suyo.