Lamento náufrago
La recomendación fue terminante: era preferible regresar a Cartagena. Gonzalo trató de tranquilizar a Marianella con una sonrisa fallida. Ella se aferró al cuerpo del español con más sensualidad que temor.
Diré, claro, que los hechos que me dispongo a contar ocurren en Cartagena de Indias, aunque bien podrían tener lugar en Creta o Yalong Bay, pero me produce escozor la idea de reconocer que acaso no sería capaz de ubicar estos lugares en el mapa.
Marianella y Gonzalo se conocieron en el mirador del aeropuerto Rafael Núñez, mientras ella espiaba con curiosidad las maniobras en la rampa, y él indagaba por un dulce de hicaco del cual traía las mejores referencias. Dije se conocieron, pero quizá sea más exacto escribir se reconocieron, pues durante meses intercambiaban mensajes entre la Plaza Mayor de Salamanca y una cafetería próxima a la Universidad de Cartagena.
No fue difícil el encuentro, luego del abrazo de rigor, un taxista se encargó de llevarlos a uno de los hoteles de Bocagrande, donde tomaron una ducha y bebieron cerveza alemana, antes de recorrer las calles de la ciudad amurallada. Gonzalo tuvo la impresión de haber transitado ya por aquella fortaleza de balcones florecidos, pero en realidad era la primera vez que cruzaba el océano. Había decidido refundir las vestiduras propias de su santa ocupación y lucía una bermuda de hortensias, unas sandalias y una camiseta con un caimancito labrado a la altura del bolsillo.
Sobra decir que pasaron la noche juntos. A la mañana siguiente, desayunaron en la habitación. Marianella convenció a Gonzalo de visitar el acuario de San Martín de Pajarales, en el archipiélago de Nuestra Señora del Rosario. Debieron tomar una embarcación pequeña, pues el Alcatraz había zarpado cuando llegaron al Muelle de los Pegasos. La mansedumbre del oleaje se reflejaba en los espejuelos del español. Exuberante a los diecinueve años, Marianella soltó una risotada, mientras el bote ganaba velocidad en el canal de Bocachica y se adentraba serpenteando en el mar abierto.
De un momento a otro, el motor se detuvo y un mulato que hacía las veces de guía se levantó y señaló desde la proa el sitio en donde yacía hundido el galeón San José. Todos atisbaron el punto aciago, en un mar que comenzaba a encresparse. No muy lejos de allí, los tripulantes del bote cruzaron unas palabras con los miembros de una patrulla costera que los previno de una repentina agitación de las aguas. La recomendación fue terminante: era preferible regresar a Cartagena. Gonzalo trató de tranquilizar a Marianella con una sonrisa fallida. Ella se aferró al cuerpo del español con más sensualidad que temor.
Luego de un agitado trayecto, el bote dio la vuelta y enderezó la marcha hacia Cartagena. Gonzalo, aferrado a Marianella, cerraba los ojos con rabia, como quien, a fuerza de desearlo, pretende imponer una realidad distinta, menos adversa. El viento comenzó a levantar grandes olas que iban a reventarse contra el casco de la embarcación, cuyas maderas crujían con cada embestida de la mareta.
Creo haber dicho que la fatalidad juega a los dados con las criaturas, y que por muy mal que estén las cosas, siempre deja entreabierta la posibilidad para empeorarlas. Las olas seguían explotando en el fondo del bote, que ahora parecía no tocar el agua más que cuando caía abruptamente y parecía querer desbaratarse. Marianella, llorando, miró a Gonzalo por última vez, como quien espera recibir una explicación, pero solo halló su mirada perdida, extasiada por la potencia inverosímil de aquel monstruo que le devolvía, justo antes de devorarlos, todos sus temores de la infancia.
orlandoaraujof@hotmail.com
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