En uno de sus volúmenes perdidos, Polibio de Megalópolis afirma que poco antes del ascenso a los Alpes, el general cartaginés Aníbal Barca, que tuvo a bien enseñarle a Roma el significado del miedo, recibió como «auxilio de marcha» una joven pitonisa por parte del rey Jerónimo de Siracusa. Dicen que la muchacha encantaba con su voz y era muy diestra en el dominio de la cítara. Es cierto que no masticaba hojas de laurel ni entornaba los ojos ni caía en trances espumosos, pero su clarividencia era irreprochable, siempre que se tratara del futuro.

Esa misma noche, Aníbal se apresuró a llevarla a su tienda de campaña. Eludió el destino como tema de conversación y buscó desorientarla en los vericuetos del pasado. Quiso despojarla de sus ropas, pero el frío lo conmovió. De modo que se conformó con rasgarle la túnica y se tendió con ella sobre una estera de lana. El estratega habló de su pasado y la pitonisa le reveló su destino. La diferencia entre pasado y futuro es apenas el resultado de nuestra absoluta incomprensión del orden del tiempo y de nuestra desenfocada visión de la realidad.

Así las cosas, la pitonisa le cantó a Aníbal toda la noche, con su cítara entre las piernas, las predicciones más certeras. Sus arpegios iluminados, como el solo de guitarra que muchos siglos después Jorge Santana habría de ejecutar en El Ratón, librarían su carne de las temibles gladius romanas, de las jabalinas de legionarios emboscados, de los manjares adobados con finas hierbas de cicuta. Nunca la hubiera expuesto a riesgos innecesarios y hubiera combatido con más ardor, siendo el primero en entrar y el último en salir del campo de batalla, si la hubiera sabido al alcance de su mano. Aunque ningún historiador recoge su nombre, Aníbal la habría sentado a su diestra y la habría besado durante los consejos de oficiales.

Con creciente alborozo, Aníbal se vio a sí mismo en sus cantares con la fogosidad de sus treinta años, pasando revista a su tropa de galos, a sus jinetes númidas, a su infantería púnica e hispana, ordenando maniobras con sus paquidermos para copar el territorio conquistado, ejecutando funcionarios insolentes, enviando negociadores a Roma para tratar de doblegar al senado, recibiendo y despachando heraldos hacia Cartago y hacia Hispania, diseñando estrategias infalibles, discutiendo con su hermano asuntos de índole diversa, instruyendo a sus múltiples espías en tácticas para infiltrar al enemigo, disfrutando de las doncellas toscanas que en buen número le eran surtidas en el lecho.

Todo indica que las toscanas fueron la piedra de la discordia que dispersó en ondas concéntricas las imágenes en el lebrillo melódico de la pitonisa. Cegada por los celos, se atrevió a lanzar un vaticinio inadmisible. El cartaginés la expulsó de su lecho sin contemplaciones. Fiel a la inveterada costumbre de matar al mensajero, estuvo a punto de ordenar su ejecución. Optó por devolverla y echarle tierra al asunto.

Tres noches después, sin embargo, mientras una luna de sangre se alzaba sobre el campamento, un jinete maltrecho le llevó en una alforja de cuero la cabeza decapitada de su hermano Asdrúbal. Perturbado por la precisión de la pitonisa, Aníbal ni siquiera se tomó la molestia de revisar el contenido de la alforja. Lo conocía de buena fuente, de una cuyo intolerable canto ya navegaba hacia Siracusa…

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