Valledupar se encuentra en pleno Festival, en el reino de esa música de acordeón que arruga el sentimiento. Es claro que me refiero al vallenato primigenio, cantado a la manera del mester de juglaría y surgido de las entrañas de la vaquería. El denominador común del Caribe, no se olvide, está constituido por el elemento creativo, creador y profundamente vital de su música. La cumbia, el merengue, la guaracha, no es folclor de archivo, sino folclor vivo que cambia, se enriquece y se diversifica cada día. En el Caribe, la música es mucho más evidente que el calor o que el mestizaje.
El acordeón europeo, la caja africana y la guacharaca indígena, los principales instrumentos con que se interpreta el vallenato, son una fehaciente muestra de integración étnica y cultural. En sus orígenes, esta música era compuesta, cantada y ejecutada por un mismo individuo. Como Luis Pitre, como Alejo, como tantos otros.
Tengo en mente la particular axiología que se evidencia en el proyecto estético del vallenato costumbrista. El producto musical elaborado a partir de la cotidianidad de las gentes humildes del Caribe colombiano es, de manera principal, un eficiente sistema de interpretación del mundo. A través de estos cantos se actualizan, en un amplio trasfondo cultural, los diferentes sistemas éticos de toda una región. El vallenato, en últimas, más que un simple relato cantado, es una evaluación del mundo de carácter simbólico, cuyo objetivo primordial es la producción de una ética particular.
La cultura es el ámbito donde la ideología se expresa con mayor eficacia. Los cantos vallenatos son prácticas discursivas, manifestaciones concretas de la ideología de las que emerge un sujeto cultural. Su función objetiva es mantener y reproducir una organizada red de sentimientos, valores y expectativas compartidas.
Es bueno recordar que ese sujeto cultural al que me he referido en esta columna es un sujeto transindividual que se vierte en las conciencias individuales por medio de prácticas discursivas específicas, esto es, microsemióticas específicas. Lo interesante es que cada microsemiótica “transcribe en signos el conjunto de las aspiraciones, de las frustraciones y de los problemas vitales de los grupos implicados”.
De hecho, la música de los juglares supuso para García Márquez un producto estético elaborado a partir de un sistema de valores conocido. En el campo de la música, el novelista halló las respuestas que no había encontrado en los libros. Cuando cayó en la cuenta de que en los cantos vallenatos la memoria del pasado dominaba la interpretación del presente, pudo percibir sin problemas la nostalgia de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, añorando los tiempos en que no había llegado a Aracataca la hojarasca de los emergentes. Cuando escuchó los versos vitalistas de unos campesinos parranderos que reclamaban de sus mujeres conformidad y paciencia, mientras ellos "se tiraban a la perdición", pudo ver a su abuelo empecinado en empujar la historia, y a su abuela Tranquilina sosteniendo la casa para que no se les viniera encima. La religiosidad animista de la música vallenata también le hizo entender el mundo alucinante de su abuela, y el desparpajo de su oralidad a flor de piel. Aquella música provinciana había hecho visibles los matices que la inmediatez no dejaba ver. Los juglares campesinos, sin saberlo, habían hecho coherentes las contradicciones de su misma conciencia colectiva.