Nadie sabe con certeza qué pasó. Hay un puente, muy alto, con unos mástiles enormes que se despedaza poco a poco. Al lado yace otro puente, más bajo, con algunas similitudes, como si fuese un ensayo previo, con una escala menor pero con intenciones parecidas. Se sospecha que así fue, que el puente pequeño se construyó primero. Esa rara teoría no concuerda con los últimos recuerdos, pero es generalmente aceptada.
En realidad da lo mismo, hoy nadie usa esos fósiles de concreto y acero. Eso sí, animan el paisaje. De vez en cuando, si uno tiene suerte, pueden verse las caídas, las grandes piedras artificiales que, desde el puente grande, van demoliendo al pequeño. Caen con gran estrépito y ponen en riesgo a las barcazas cargadas con carros que atraviesan el pantano, presas del súbito oleaje. En el 2078 el desplome de un gran pedazo del tramo más alto provocó una especie de tsunami que hundió un convoy. Un antiguo pórtico con pretensiones de escualo se preservó como homenaje y las autoridades instalaron unos sensores que permitían pronosticar nuevos desprendimientos. Eso no duró mucho, rápidamente se los robaron y desde hace rato dependemos de la suerte y de los Observadores.
Hay un grupo de personas que saben leer el puente alto. Observan, lo miran todos los días y van tomando nota de las variaciones, de la amplitud de las grietas y del nacimiento de nuevas fisuras. Lo hacen por vocación y con intuición, no tienen muchos instrumentos: apenas unos cuantos binoculares y sus libretas. Incluso se fijan en los animales que lo pueblan. Algunas veces son las iguanas, cuando huyen afanadas, las que anticipan el próximo derrumbe, o las garzas, que alzan vuelo despavoridas. También las ranas dan buenas pistas. Sin embargo, de los ratones no se puede confiar tanto, tienen mala suerte y han muerto por decenas, sus cuerpos flotan en el agua estancada.
Mi buen amigo Trulr, descendiente de un cónsul polaco que nunca se fue de la ciudad, hace parte de los Observadores. Los dos puentes lo obsesionan. Él también tiene, por supuesto, su versión de los hechos. Me dijo que, en algún momento, hace décadas, el puente grande apareció como un regalo del gobierno de turno y que la ciudad, aunque exultante, no supo qué hacer con eso. Por un rato el asunto no tuvo importancia, la nueva estructura parecía indestructible a pesar de que era atacada constantemente por los vándalos y por las inclemencias del clima. No había un responsable claro y las instituciones que podrían encargarse de su cuidado se desgastaban pasándose el problema de una a otra, hasta que lo alcanzó la ruina. Según me cuenta, el puente alto se había levantado para permitir la navegación de barcos río arriba —cuando había río, antes de que los escombros lo desviaran— pero se les olvidó o no previeron tumbar el puente bajo. En su decaimiento el nuevo puente fue destruyendo al viejo y ambos quedaron inutilizables.
En esas estábamos, recordando las leyendas, cuando Trulr soltó los binoculares, usó su libreta con rapidez y pareció alarmarse. Con muestras de cansancio me aseguró que el próximo pedazo del puente alto caería esta tarde. Me invita a verlo desde la orilla occidental, después de la siesta.
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