Desde hace mucho tiempo tengo cierta prevención con las protestas, las manifestaciones por medio de las vías de hecho y con cualquier otro tipo de acción que agreda significativamente la cotidianeidad. Desde luego eso no quiere decir que las encuentre perniciosas: creo que, en efecto, manifestarse públicamente es el último recurso que le queda a quienes no son escuchados y en ese sentido debe preservarse la libertad de hacerlo.

Lo que sucede es que, parafraseando a Eduardo Escobar, encuentro temible la turbamulta anamórfica y me parece que las personas enjambradas son siempre una amenaza de desgracia e incomprensión vociferante, incluso cuando las une la alegría. Basta con revisar las secuelas de las celebraciones deportivas para comprender el punto. Por eso, salvo alguna excepción que ratifica la norma, no he vuelto a unirme al gentío y prefiero apoyar las causas desde un espacio como este.

Sin embargo, valoro cada vez más las ideas que sugieren la importancia de la protesta y su utilidad, de tal forma que sus consecuencias e incomodidades, dentro de unos límites sensatos, merecen tolerancia. Lo que sucedió la semana pasada con el paro nacional de los camioneros y con la desobediencia ciudadana en el caso del peaje Papiros, en Barranquilla, refuerza la pertinencia de esos fenómenos.

John Rawls, uno de los filósofos norteamericanos más influyentes de los últimos tiempos, lo expuso hace décadas en su obra Teoría de la justicia. En ese libro, Rawls resalta que la legitimidad de un gobierno no se basa únicamente en su capacidad para ganar elecciones, sino en su compromiso con los principios fundamentales de justicia, como la equidad y el respeto a los derechos básicos. Reconoce que las elecciones otorgan poder político a los gobernantes, pero este poder no es ilimitado ni absoluto. Así, en una democracia sana, las protestas permiten recordar a los gobiernos que no tienen licencia de corso para hacer lo que quieran, aunque hayan logrado una victoria en las urnas.

Las señales que hemos recibido del gobierno de turno, que parece ser partidario del autoritarismo, blandiendo amenazas y exponiendo escenarios apocalípticos, refuerza las posiciones afines a Rawls. Con la imprecisa idea de que «el pueblo» está con ellos, han pretendido actuar unilateralmente, en ocasiones sugiriendo la violación del orden jurídico e institucional. Al final «el pueblo», encarnado en los camioneros y en los opositores al peaje Papiros, logró, por ahora, unas necesarias correcciones de rumbo. Conviene entonces, que el gobierno no olvide que se debe a todos los colombianos y no únicamente a quienes les aplauden las iniciativas.

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