La Katy Freeway, en Houston, es una de las autopistas más anchas del mundo. Su última ampliación (en 2008), la dotó con 26 carriles para el tráfico vehicular, de tal forma que cuando fue puesta en servicio se constituyó en un ejemplo a seguir para aquellos que pretenden solucionar, o al menos mitigar, los problemas asociados con la movilidad. Recién inaugurada todo funcionó muy bien. Los nuevos carriles despejaron los atascos y la autopista se llenó de conductores entusiasmados por el esplendor de la obra y por su comodidad. La decepción fue calando después, cuando se comprobó que las mejoras en los tiempos de viaje duraron poco tiempo. En el 2014 la congestión había aumentado hasta en un 55% por ciento al compararla con las condiciones previas a la intervención. En resumen, luego de una inversión de 2.8 billones de dólares, la felicidad fue muy fugaz.
El fenómeno, aunque puede parecer contraintuitivo está estudiado hace rato: se trata de la demanda inducida. La ingeniería de tráfico más clásica entiende que cuando una vía está congestionada es porque el número de vehículos excede su capacidad, por lo tanto, la solución consiste en ampliarla. En principio, cualquiera de nosotros estaría de acuerdo con ese razonamiento. Sin embargo, setenta y cinco años de análisis han demostrado lo contrario: cuando se suman carriles aumenta la congestión. Esto sucede porque, entre otras cosas, el comportamiento de los conductores cambia y las ampliaciones atraen nuevos usuarios, propiciando el desarrollo de proyectos inmobiliarios que, ante la reducción en los tiempos de desplazamiento, se animan a explotar terrenos de expansión aumentando así el número de viajes. A los pocos años cualquier vía termina colmada y congestionada, reclamando, como no, nuevas ampliaciones. El ciclo puede repetirse una y otra vez, como sucede en los Estados Unidos.
En nuestro entorno no deberíamos permitirnos esos lujos. Está claro que salvo contadas excepciones ni siquiera hemos logrado consolidar vías decentes, modestas dobles calzadas de cuatro carriles que no se llenen de huecos y desorden, por lo que no parece sensato pensar en seguir el camino de los gringos. No tenemos los recursos. Nuestra movilidad necesita un manejo ingenioso y progresivo, al fin y al cabo, ni siquiera en los países más ricos del mundo se logran evitar los trancones. Lo que sí se logra es mejorar la manera en la que las personas —no los carros— se mueven por el entorno urbano. Por eso no es recomendable abordar soluciones de tránsito que ignoren el principal factor de ese complicado sistema: el transporte público.
Pienso entonces en el desafiante proyecto de ampliación de la carrera 51B, con sus pasos deprimidos y la notable ausencia de corredores exclusivos para los buses o para cualquier otro medio de transporte masivo. Si se cumplen las expectativas el proyecto propiciará el crecimiento de los suburbios y el comercio, y observaremos entusiasmo y agilidad en sus primeros momentos. Pero inevitablemente sucederá lo que siempre sucede, la demanda inducida hará lo suyo, los trancones volverán con más fuerza y de nuevo las personas no contarán con opciones dignas para moverse. Ojalá esté equivocado.
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