Estamos asistiendo a un gran cambio en la movilidad social, que esencialmente se parece a la forma como se comportan los seres humanos cuando conducen un vehículo ya sea de tracción de sangre o propulsado por la quema de hidrocarburos en una calle o carretera: son los emperadores del espacio común. Aclaro, cuando me refiero a la bicicleta o el carro de mula no estoy menospreciando a uno de los estratos socioeconómicos en que nos han clasificado de la forma más antipática y grotesca posible. Me refiero al deseado ascenso social que podemos contemplar y analizar en nuestro país retratado en las páginas sociales de los medios impresos y, en especial, en la mayoría de revistas autónomas dedicadas a las actividades “de sociedad”, que registran los festejos y agasajos que se realizan, que son muchísimos y de muy variado pelaje, y que por tratarse de competir en la puja por quién ocupa mayor espacio en ellos o quién sale más veces en el mes, podemos medir por la inversión realizada en los vestuarios, las decoraciones y las delicias servidas en magníficos y pantagruélicos bufes.
Ya en la obra de Rousseau, La piel de Zapa, encontramos una magnífica recreación de ese luchado tránsito de una posición social a otra, también En busca del tiempo perdido un apesadumbrado Proust discurre sobre la pasión de un caballero por una estrafalaria madame (léase prostituta) en árdua lucha por llegar a ser alguien en el París privilegiado; pero solo Adam Smith, padre del capitalismo, --como lo reseña Darío Jaramillo en su carta literaria mensual— logra darnos una explicación de fondo del porqué la mayoría de la gente ansía riqueza y poder, sin medir las consecuencias y es capaz de cualquier acto en busca de ese ascensor: “Es que simpatizamos por instinto con el estilo de vida de ricos y poderosos –palacios espléndidos, carruajes lujosos e incontables criados–, y colegimos que estas cosas les hacen sumamente felices. Si reflexionáramos un momento, nos convenceríamos de que no es así, que el poder y la riqueza son futilezas al lado de la auténtica felicidad y que, en realidad, dejan a quien las posee igual de expuesto que antes, o a veces incluso más, a la ansiedad, el miedo y el dolor; por no hablar de las enfermedades, los peligros y la muerte”.
Entonces, me pregunto, si la felicidad no es llegar a pertenecer a determinada clase socioeconómica, que no lo es, ¿cuál es la moral en esta sociedad: un marco de procedimientos, o una forma de comportarse, o la bendición de unos elegidos sobre otros menos afortunados para que accedan al olimpo de la llamada “gente bien” en razón de su poderío económico y político? Toda un paradoja, porque sin billete no hay ascenso y si algo nos arrastra en el cieno amoral e inmoral es precisamente la consecución del dinero a como de lugar para poder llegar a ese olimpo de oropel.