Por lo súbito de la aparición —y su perfecta figura—, pensé que era una alucinación. Porque con todo este tiempo de encierro al que nos ha sometido el presidente Iván, es fácil que se lesione la salud mental.
Para salir de dudas llamé a la señora que trabaja en la casa y le pregunté: —Dora, ¿qué ve en el techo de ese edificio? —Una mujer desnuda, me contestó. Rápidamente mi esposa se sumó al grupo preguntando: —¿Qué pasa? Yo le contesté con cierto cinismo: —¡Mira allí a esa joven que perturba mi concentración! Como ella para todo problema tiene una solución, me dijo: —Es muy fácil: pon el escritorio aquí contra la pared. —Tú sabes que soy claustrofóbico, le respondí impresionándome por mi rapidez mental en contestar.
Este virus ha cambiado radicalmente nuestra forma de vida. Ni a la playa se puede ir a tomar el sol, y la ciudad muere lentamente en un proceso de destrucción —no de sus edificios y sus calles—, sino de algo más importante: es el alma de la ciudad lo que está muriendo.
Los psicólogos sociales durante años hemos estudiado la vida de las ciudades que va más allá de su infraestructura. Subjetivamente, cada ciudad tiene su estado de ánimo que la hace singular. Quienes vivimos en Barranquilla en los últimos diez años habíamos tenido el ánimo muy positivo: era la ciudad que más reducía la pobreza, la de menor desempleo, con nuevas escuelas públicas, grandes industrias, daba la sensación de progreso. Pero lo más valioso de Barranquilla ha sido su magia: la gente disfrutando su ciudad, sus parques, el sinnúmero de restaurantes y estaderos donde la gente se divertía. Había cierto hedonismo; siempre había una necesidad de pasarla bien, de disfrutar.
Hoy la ciudad está en ruinas. Aunque se mantienen sus calles y edificios, desapareció la magia. Vivimos encerrados en nuestras casas informándonos cómo muchos negocios que brindaban servicios ya están arruinados. ¿Cuántos empleos han desaparecido?
La expresión del rostro de nuestro joven alcalde —que recibió una ciudad próspera— refleja ansiedad porque Barranquilla se está desmoronando, a pesar de sus esfuerzos y responsabilidad para enfrentar la pandemia. Ya no nos importa el Júnior, ni la construcción de edificios modernos. Porque nos hemos dado cuenta de lo frágil que es la vida y los riesgos que enfrentamos por la precariedad de nuestro sistema de salud; la debilidad de la estructura de protección social del Estado; lo endeble que es nuestra economía con miles de empleos evaporándose. Por ahora la principal tarea es salvar vidas humanas. Hacia el futuro, será reconstruir la vida de la ciudad.
A pesar de la situación, todas las mañanas voy a mi escritorio, pero la joven y esbelta figura nunca más apareció.